Opinión

Tierra de lujo

Galicia merece ser comida a besos. Emborracharse de ella hasta la extenuación. Estamos tan hechos a ella los gallegos que pudiera pensarse que pecamos de ingratos por no dar las gracias cada día por vivir dentro de ella. Suelen ser los foráneos del resto de España -y no digamos ya los de otros países- los que nos cantan las alabanzas de la tierra gallega. ¡Qué lujo! Pueden hablar de las rías, que unas veces se presentan claras y en días de cielo fulgente y otras se cubren del manto trémulo de la niebla, cobijo de la santa compaña. Esas manos de tierra entre cuyos dedos sostienen las mejores playas del mundo, de arena tan fina y vegetación que se asoma impudorosa casi hasta la ola. O pueden maravillarse con el encanto de los pueblos marineros de baldosas húmedas y olor a sal y a nasas, entre cuyas callejuelas uno puede perderse y remontarse siglos atrás, como si el tiempo moderno no hubiese pasado nunca por allí. Buscar la sombra de sus piedras para sofocar el calor del día, justo hasta ese instante en que el atardecer fresco alivia el termómetro para hacer placentero el descanso nocturno. 

Galicia le regala al mar su mejor cara porque sabe que éste esculpió en ella la mano de dios, y solo las vidas que en ocasiones aquél se cobra embravecido como tributo al manjar que nos ofrece tiñen de drama inconsolable tanta belleza. Y por aquí decimos que sí, que es verdad que tenemos la mejor costa, pero lo decimos en voz baja, casi sin querer, porque no queremos que esto se convierta en un destino de masas, de vacaciones low cost y torres de apartamentos con balcones/trampolín sobre piscinas regadas de ginebra. Para eso no vengan nunca. Por eso por aquí tenemos también un clima inteligente, muy gallego, pues responde con un no sé, depende, cuando le preguntan si va a hacer buen tiempo. Y entonces las masas que anhelan doce horas de sol al día, treinta días al mes, se van a otros lugares, y es que no entienden que un día te torres y al día siguiente el cuerpo te pida un plumífero en mitad del mes de agosto. ¡Pues claro!

Pero no sólo la costa encandila. Galicia también es montaña, nieve y piedra monacal. Es bosque frondoso, es regato que juguetea entre prados. Es la tierra de las bancadas de viñedos y de los bosques de carballos y castaños. Sus ciudades de interior no ofrecen el mar al visitante por no quitarle protagonismo a sus primas de la costa, tan cercanas no obstante, que por aquí decimos que la playa de Samil de Vigo es tan ancha que llega hasta la mismísima catedral de Ourense. En el interior no tenemos la brisa marina, por eso muchas veces somos los primeros de España en marcar las temperaturas más altas, cosa que al viajero despistado sorprende -¿pero esto no era el norte de España?, pregunta asombrado-; sí, es un norte, pero depende. Un norte gallego del interior, para que me entiendas. Pero no entienden, claro, y superada de una vez la tentación absurda de «refrescarse» en As Burgas (otra maravilla que se nos hace tan cotidiana») se pierden por la zona vieja y se prenden de su encanto. Es curioso, nos seguimos sorprendiendo cuando vemos a grupos de turistas extranjeros callejeando por la ciudad. Pero al tiempo nos resultan amigables, como si los estuviésemos esperando toda la vida. Será porque aún no somos (afortunadamente) pasto de hordas de turismo de baja estofa. 

Ahí debe radicar el secreto de la promoción de esta tierra. Acoger al visitante sin perder la esencia que nos hace únicos. No hace falta que garanticemos sol, para eso ya están otros; por aquí priman otros valores, otras esencias, que tienen mucho que ver con el milagro que se produjo cuando a los dioses se les dio por esculpir este rincón mágico del mundo llamado Galicia. Todo un lujo para los sentidos.

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