Opinión

Tragedias del mar

Veña, trinta minutos de travesía e chegamos a casa; teño moitas ganas de quitar esta roupa mollada e deitarme un rato; xa vai sendo hora de estar de novo coa familia e descansar uns días», soltó el patrón, mirando impaciente a lo lejos. Los otros cuatro marineros asintieron mientras soltaban amarras del puerto al que habían ido a descargar la captura tras varias jornadas en el mar—xouba, xurelo y caballa, sobre todo—, y encendían el motor del cerquero. El sonido ronco del motor diésel y una bocanada de humo negro y espeso confundida entre la niebla de la madrugada dio la señal de partida. Era abril, pero en la costa las noches aún eran muy húmedas en esa época y el relente se te metía hasta el tuétano. Por eso los cinco se pusieron manos a la obra sin darse un respiro, mientras el pesquero dejaba atrás el abrigo del puerto y se adentraba en el corazón negro de la ría; tan solo cinco millas les separaban del otro lado, y allí llegarían para abrazar a los suyos.

Desde la pequeña cabina el patrón guiaba el rumbo del barco, y fijaba a cada poco la vista en los diminutos reflejos amarillos de la aldea marinera que se vislumbraran entre la oscuridad; podría decir sin temor a equivocarse a qué vecino pertenecía cada una de aquellas casas cuya luz conformaba toda esa maraña de destellos. Había perdido la cuenta de las veces que había cruzado la ría de regreso a casa tras durísimas jornadas de pesca, con los huesos ateridos y los labios cortados por el salitre; y sin embargo nunca dejó de emocionarse en cada uno de esos trayectos de vuelta al saberse al fin cerca de tierra firme y así poder abrazar a los suyos.

Miró hacia atrás y vio a padre e hijo, uno en la grúa de popa y otro repasando la eslinga, dejando todo listo para la próxima salida. No vio a los otros dos, también padre e hijo, prueba de que jugarse la vida en el mar va marcado indeleble en el ADN. Quién sabe, quizás iba pensando en que algún día su hijo lo acompañaría en ese barco, o en otras melancolías…; de repente un golpe seco y un crujir de maderas lo sobresaltaron. «¡A batea!, ¡Chocamos contra a batea!» oyó que exclamaban unos. «¡Patrón, hai auga por todos lados! ¡Hai que facer algo!», gritaron con pánico desde el interior. Él, marinero avezado, cegado por las ansias de llegar a tierra, puso el motor a toda máquina, pero el boquete era mortal y a las primeras sacudidas de las hélices la proa se hundió y todos cayeron al agua… El patrón perdió enseguida de vista a los otros cuatro; notó cómo una lengua inmensa de agua brava lo engullía y era incapaz de sacar la cabeza a flote; cuanto más luchaba más se le encharcaban los pulmones, y sintió cómo le estallaba el pecho. Y vencido se dejó llevar como hicieron antes tantos hijos del mar.

El chaval, joven y fuerte, miró a su alrededor angustiado en busca de su padre; lo vio a escasos seis metros de distancia —apenas sobresalía su cabeza de la inmensidad del mar—, y vio el terror en sus ojos. Nadó hacia él con todas sus fuerzas, pero la corriente y unas olas asesinas apenas le dejaban avanzar. La cabeza de su padre desaparecía y aparecía a los cinco o seis segundos, con una secuencia premonitoriamente mortal. En un esfuerzo ímprobo alargó su brazo y creyó tocar el cuerpo de su padre. «¡Papá, papá¡», gritó, tratando de sacar a flote el cuerpo de su padre. Pero aquel peso lo hundía a él cada vez más, y apenas le quedaban fuerzas para luchar. «¡Papá!», gritó llorando, descorazonado, mientras se le resbalaba entre los dedos el cuerpo de su padre… Llorando desesperado, nadó durante casi dos horas hasta la orilla, maldiciéndose a sí mismo a cada brazada por seguir él vivo y no su padre.

Se ha de rendir homenaje a los héroes cotidianos del mar, que se la juegan para traernos las delicias que guardan sus aguas. Va por ti, marinero.

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