Opinión

Una lacra infame

A hora, echando la vista atrás, es imposible que alguien pueda pensar que algún día la pudo querer. El amor no bebe de esa fuente de sangre. El amor construye y no derriba ni destroza. Pero ella, rota por fuera y por dentro, recuerda con amargura que eran jóvenes cuando se conocieron aquella noche en el bar. La noche en la que, sin saberlo, comenzó, poquito a poco, a morir. Un ladeo de cabeza inconsciente, y de repente su vista se clava en él. Le atrajo como un imán su sonrisa, su pelo lacio algo alborotado y su planta atlética. Sobresalía, como líder, de entre el grupo de amigos con los que estaba. Al ver que lo miraba fijamente se acercó a ella y le susurró al oído un par de palabras traviesas. Como el macho animal que corteja a la hembra y no permite que nadie ose poner en cuestión su supremacía, en ese instante empezó a tejer su red mortal.  Y ella cayó en su maraña. No escuchó las voces sensatas que a su alrededor le advertían de lo precipitado de su decisión. «Para qué esperar —se decía—; él me quiere y yo no quiero a nadie más que a él. No lo entendéis, no sabéis lo que es el amor; si lo supierais me apoyarías en lugar de criticar que quiera pasar el resto de mi vida con él». Y se casaron, y se fueron a vivir a un modesto apartamento que pronto se convertiría en una prisión irrespirable para la mujer. Y ella no fue feliz. 

No eran, lo comprobó, unos celos algo excesivos, como creía o quería creer al principio; era la cosificación de la mujer por el solo hecho de haber nacido mujer y no hombre. No era un afán sobreprotector, como se podría pensar; era la anulación y humillación de un igual al que él veía inferior. No había amor ni ternura en las frases que ella aprendió a escuchar impasible de tantas veces que se las repitió. «Cállate, que de eso tú no sabes», «tú sitio está en casa y no por ahí divirtiéndote», «si no fuera por mí aún estarías viviendo con tus padres muerta del asco. Y así me lo agradeces, imbécil». Ésas y otras frases horadaban el ánimo de la mujer; había noches en que, desesperada, tratando de dar razón a lo que carece de ella, se culpaba de haber llegado a ese límite de desprecio. Así de cruel, sádico, eran los ataques que él le profería directos al alma, a la dignidad y su autoestima. Un maltrato que ella sentía vergonzante y por eso lo ocultaba a los demás. Cuando empezaron los golpes y las patadas, solo tuvo que acostumbrase al dolor físico, el que nace a flor de piel, pues por dentro llevaba muerta desde mucho tiempo atrás.

O eso creía él. Fue un destello de lucidez y valentía, el postrero instinto de supervivencia el que la llevó un día a escapar de aquel infierno y denunciar al cobarde infame. Ya nunca volverá con él. Sabe que no volverá a ser la misma; sabe que, igual que al torturado se le aparece el torturador en sus oscuras pesadillas, a ella le asaltarán los demonios una noche tras otra. Pero, ¡venga!, ha empezado a caminar, y solo quiere que la ayudemos, igual que se ayuda al traumatizado en su rehabilitación. Solo falta que nos convenzamos de que las heridas sufridas por las mujeres maltratadas son tan hondas que cuesta una vida superar. Y solas es casi imposible que lo consigan.

El Congreso de los Diputados aprobó ayer por 278 votos a favor y 65 abstenciones el primer gran pacto contra la violencia machista. Ahora es el gobierno el que ha de poner todos los medios para que se lleve a la práctica, para que no quede en mera declaración de intenciones. Para que termine de una vez esta lacra vergonzante para una sociedad que se dice civilizada. Demasiadas muertes a manos de cobardes. Demasiadas. 
 

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