Opinión

Comiendo estrellas

Carmen se plantó delante de la televisión para desconectar de una vida miserable después de acostar a los cativos. No tiene panoja para costear un canal de pago. Ve lo que le echen, como sucede cada día cuando acude al comedor de vergonzantes. Y con las tripas revolviéndose por el hambre vio un concurso en el que fardaban de estar en el restaurante más caro del mundo. El plato cuesta 1.700 euros por babero, porque se presupone que el que se sienta ahí es... En estos casos la tecla se carga de mala baba y tampoco es plan de dejarse llevar, porque los tipejos hacen lo que les permiten con la pasta que apoquinamos todos. Y dale con la cocina y el cocinero... Y venga con otro programa entre fogones, porque en julio arranca uno más, para que se paseen tipos que venden platos de diseño al precio de un alquiler. Es obsceno.
Al día siguiente, Carmen comentó entre lágrimas que este país es indecente, que no se pueden tolerar programas de este tipo con unos salarios anoréxicos, si es que te ha tocado la suerte de tener un jornal. Nuestra sociedad está enferma de tanto querer comer caro. Abuelos y padres vivían obsesionados con llenar el puchero de garbanzos porque casi siempre predominaba más el caldo que el sustento.


El cocinero de siempre si no tiene estrella está estrellado, aunque cocine buena comida sin flores que la adornen. Pero, como somos gilipollas, o si no es así lo parecemos, pagamos todo el oro del Perú por la tierra de hortalizas que conforma un huerto de aire de nada de nada tan pomposo como el nombre con el que bautizan los platos.
Muchos de los que aplauden a estas estrellas de los fogones y los que alientan estas emisiones quizá no sepan que una gran parte del personal no dispone en la nevera ni de media docena de huevos para hacer una tortilla al día siguiente para dar de comer a la tropa. Puede ser que el circo lo pongan los deportistas, a los que tanto se critica, pero el pan se convierte en absurdo cuando unos tipos nos quieren vender comida a precio de oro. La culpa no es de ellos, sino de la gente que paga un precio desorbitado por una metáfora.
El talento de los grandes cocineros, que ahora llaman chefs, es incuestionable. La estupidez del ser humano también. 

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