Opinión

Convivencia

En mi casa existe la sana tradición de no escuchar los discursos reales televisados en Navidad, tampoco se conectaban los de Franco, y en el final de año los de presidentes autonómicos no dejan ni los lejanos ecos de aquellos otros. Si usted prueba a visionarlos en diferido, como venimos haciendo nosotros, después de haber escuchado las reflexiones de políticos y compañeros comentaristas de la comunicación, verá la rapidez con que envejecen esas declaraciones grandilocuentes e impostadas de los monarcas. Incluso, si el gusanillo republicano habita en su corazón, le parecerá que el rey de turno desfila con paso cambiado por una pasarela pasada de moda. Pero no lleguemos a tanto.

Los discursos de la realeza, como todas sus acciones representativas y de árbitro, están sometidas al poder político de turno, como no podría ser de otro modo en el juego democrático. Tengamos en cuenta que el rey no es un “político” elegido por el pueblo, lo coloca en la jefatura del Estado el dedo del destino, nos guste o no. Por tanto, sus discursos han de ser visionados y aprobados por el gobierno de turno. El personal de Casa Real, según sea el caso, negocia con el personal de Moncloa cada una de las frases, puntos y comas. Las alocuciones del rey, gusten o no al gobierno, poseen un margen de originalidad pero han de ser aceptadas por el poder ejecutivo –lo que no quiere decir que deban complacerle en su totalidad ni ser rectificadas hasta contrariar al monarca-.

No, el rey no es un portavoz del gobierno, pero tampoco puede remar en su contra. Esto ha quedado diáfanamente claro en los dos de los tres últimos discursos televisados al país por Felipe VI. El emitido el 3 de octubre de 2017, bajo la héjira Rajoy en plena “sublevación catalana” y el de estas Navidades bajo el paraguas de Pedro Sánchez. En ambos el problema de Cataluña, que el Borbón presuntamente ha heredado de su lejano antecesor Felipe V, ha sido protagonista. En el primero la postura, casi beligerante de línea dura, colocó al rey en un trapecio incómodo y minó su imagen arbitral innecesariamente.

En el discurso de este solsticio de invierno se ha optado por la búsqueda de la concordia, cuando en realidad casi nada ha cambiado en el enfrentamiento perseguido por los independentistas. Ya conocemos que los arietes de la Generalitat, y de los partidos que la sustentan, no poseen la fuerza que presumían y sabemos que la aplicación del 155, lejos de ser la panacea, fue un error estratégico y va a ser un conflicto judicial de profunda envergadura en los próximos meses. La nueva postura de Felipe VI ha navegado entre esas dos aguas poniéndose del lado del diálogo y de la convivencia pactada, después de un ligero enfriamiento en las Navidades de 2017.

La palabra convivencia, el concepto que alberga, saltó por los cinco folios del discurso como una pulga intranquila buscando el sentido común de todos los dirigentes elegidos por la ciudadanía, tan empeñados en un cainismo oportunista y desmesurado. De no existir los dos discursos anteriores, este habría situado a la monarquía en el territorio que le corresponde, sin embargo ahora el giro no enmienda. En el mejor de los casos genera indiferencia.

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