Opinión

Los intereses creados

El título de este pensar se lo tomo prestado a Jacinto Benavente, nuestro casi olvidado premio Nobel de 1922. Y también voy a hacer mío el argumento de la dramaturgia tejida bajo ese título para emparejarlo con la situación política y social de estos días en los que sus personajes de la comedia del arte -Leandro, Crispín, Polichinela y Silvia, la hija, entre otros- se han reencarnado gracias a los papeles de Panamá, los tropiezos esotéricos del ministro José Manuel Soria, el encarcelamiento de Mario Conde, la multa de Aznar, la detención del alcalde de Granada, el tráfico de Urdangarín, el cabreo de Bertín Osborne, las ironías de Vargas Llosa, la desfachatez de Pilar de Borbón, los fraudes de Rato y Blesa, el tesoro suizo de Luis Bárcenas….

Nada nuevo ni diferente porque todos estos sujetos, al igual que Leandro y Crispín, dos pillos de la mejor hechura tradicional de la picaresca española, se hacen pasar por adinerados, generosos y cultos para alcanzar sus objetivos financieros. No siempre legales. Y opacos con excesiva frecuencia. Y como Polichinela y Silvia, víctimas propicias, pero tan defraudadores como sus presuntos estafadores, consiguen la fortuna y la mantendrán aunque paguen pena por ella.

Benavente situó el argumento de la obra en el siglo XVII para criticar la sociedad burguesa y corrupta de la España de 1900. Pero antes, en el siglo XVI con "El caballero de Illescas", ya Lope de Vega había llevado a los escenarios una trama similar con los mismos objetivos de crítica social. Y no me detengo en Lázaro de Tormes, ni en Rinconete y Cortadillo, ni en Los ladrones somos gente honrada… para seguir ejemplarizando.

¿A dónde quiero llegar con esta arqueología cómica y dramática? Pues a contestar a quienes se quejan estos días de la pasividad política de la sociedad española frente a la corrupción y del permanente goteo de pícaros pillados con las manos en la masa. Pateando los pasillos de nuestra historia, resulta una verdadera desgracia comprobar que la monumentalidad de los papeles de Panamá o la azarosa economía de Mario Conde no son inéditas y están incrustadas desde siempre en los intersticios de nuestra convivencia. La sociedad no es impasible ni consentidora por voluntad, simplemente es espectadora y paciente por necesidad vital.

Es evidente que la corrupción impresiona e importa, pero no lo es menos que no resulta determinante para la voluntad. Está claro que quien crea una sociedad opaca tiene intención de delinquir, sea empresario, artista, ministro, expresidente del Gobierno o político emergente. Por tanto, no valen excusas. Y está claro que, cuando esos personajes alcanzan el poder, no actúan por amor al pueblo sino a su peculio. Y el pueblo así lo entiende, perdona y vota con la fe ciega del carbonero de la tradición hispana. No sé si el cambio será algún día posible, pero en este presente sigue teniendo más poder la sentencia de Crispín: “Mejor que crear afectos, amigo Leandro, es crear intereses”. Tanto da que estén en Panamá o en la comunidad de vecinos.

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