Opinión

Lewinsky, Lewinsky

La mentira no es un pecado ni delito en España. Es una moneda de curso legal sobre la que se han venido fundiendo en bajorrelieve infinidad de bustos de reyes, validos, ministros –de Dios y de los hombres-, próceres, catedráticos, filósofos… Nunca ha estado tipificada como infracción aunque durante muchas generaciones se haya usado para condenar a reos, no por mentirosos, sino por estar fuera de las influencias de las mentiras del poder. ¡Qué paradoja!

Durante siglos engañar ha sido una virtud. Mentir bien es un mérito, adquirido o natural, propio del talento, tanto del poderoso como del truhan. Y la mentira piadosa, instituida por la Iglesia para perdonar algunos pecados, se ha usado como calderilla en todo momento, en cualquier tienda de la esquina o en las palestras de todas las instituciones posibles.

Que Cristina Cifuentes haya engañado, durante veinticinco años, para confeccionarse a medida una carrera política, no es más que una consecuencia de nuestra brillante cultura de la falsificación. Como Segismundo, el gran perjudicado por las falacias de su siglo de oro, bien puede mirar al cielo lamentando: ¿Qué delito cometí contra vosotros “mintiendo”? Ninguno, le dirán en el Consejo de Universidades, su asunto es cosa de la práctica política. Ninguno, le dirán en su partido, esa es una competencia de la Universidad. Y aquí paz y luego aplauso.

No se pierdan en más disquisiciones, nada de dimitir, nada de mociones de censuras… ¿No se dan cuenta de que el mundo ha cambiado, que desde Mónica Lewinsky a estos días ya no cae un presidente de EE.UU. por una felación acalorada? Ahora es más fácil que, por una affair del gran magnate con una actriz porno, se origine una gran guerra para tapar la película, sin más hipocresía. 

Dese cuenta de que un simple fulano llamado Zuckerberg puede desafiar el orden mundial manejando su red social sin cortapisas y con absoluta impunidad. Habrá comprobado ya que, como ciudadanos, hemos perdido todos nuestros derechos frente a la digitalización de la vida. Y se percatará de que la mayoría de los medios audiovisuales suben cada día un peldaño hacia la violencia sicológica, sin que sea posible detenerlos.

Y se habrá dado cuenta de que morir en el mar, o sobre una patera miserable, soñando alcanzar la libertad es una costumbre cotidiana sin importancia. Y sabrá que hay gente bien intencionada que puede ser condenada a prisión por intentar salvar del naufragio algunas de esas vidas. Es probable que también haya descubierto lo fácil que resulta encarcelar a la democracia, mientras se permite a los cancerberos ultras –de cualquier color o situación ideológica- ladrar y morder detrás de un megáfono o de un micrófono.

Y seguro que no se escandaliza, porque se lo toma a chunga, con las mentiras de la presidenta de Madrid. O como yo, tendrá dudas de si estamos viviendo el apocalipsis según san Juan o es que el calentón Clinton cambió el mundo. ¿O era mentira?

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