Opinión

Parlamentarismo solo mediático

Si nos remontamos a las Cortes de los reinos medievales, a las convocadas por los reyes absolutos y a las del viejo régimen anterior al siglo XIX, en las que las diferencias entre los diputados no eran ideológicas sino puramente estratégicas o económicas, veremos que las discusiones y los resultados rara vez se correspondían con los pronósticos y las más de las veces se ajustaban a las intrigas palaciegas.

Si nos entretenemos leyendo las actas de las Cortes de Cádiz, en las que conservadores, liberales, católicos y monárquicos ya se movían a golpe de escaño tasado, veremos que ahí las disputas ideológicas empiezan a imponer disciplinas aunque un buen discurso podía hacer cambiar el sentido del voto sin rubor ni tacha para nadie.

En las sesiones parlamentarias que siguieron a los gobiernos del nefasto Fernando VII y su señora hija doña Isabel II, el parlamentarismo moderno entró en la vida pública española con fuerza y hasta libertad individual de los representantes del pueblo. Un buen orador, fuera del color que fuera, conseguía llevar a su campo a contrarios o desencantar a propios generando resultados imprevistos. Cambios que producían conflictos y reproches. Esto alarmó al partidismo del siglo XX y decretaron la disciplina de voto, las listas cerradas y la burocracia dialéctica.

En nuestro presente, la irrupción de los medios de comunicación, con la apertura en tiempo real de las tribunas a la ciudadanía, ha convertido al parlamentarismo en un trámite mediático, que para nada se dirige a las bancadas del hemiciclo, sino a las cámaras de televisión. Lo dicho hasta aquí es una serie de obviedades como lo fue el acto de investidura de Mariano Rajoy del miércoles y continuará siéndolo el de hoy, si es que catalanes y vascos no dan la sorpresa soñada en las filas conservadoras.

Ni en la primera ni en la segunda sesión de investidura vamos a escuchar razones capaces de convencer a la ciudadanía de que nuestras Cortes son el ágora de la democracia. Los televidentes, con razón, apagan el televisor o el aparato de radio con la convicción de que la política es un mero teatro, una reiteración de estadísticas, una jaula de grillos amaestrados y un ejercicio menos inteligente que una partida de tute.

Todos y cada uno de los líderes sacaron a la palestra las razones legítimas y coherentes de sus posicionamientos. Todos se mostraron inflexibles, incapaces de convencer y soberbios para descender a la petición de respaldos. Todos fueron numantinos con voluntad para morir antes de ceder un palmo de sus pasados o de sus futuros. Pero con un solo objetivo no confesado, afianzar los votos ideológicos obtenidos en las urnas, por si hay repetición. Esto es, preparados para representar el tercer acto del drama en el cual suele morir hasta el apuntador. Así es, si así os parece, la democracia mediática.

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