Opinión

Poder y Justicia

La Justicia es un poder del Estado. Y, como todo poder humano, no está libre de pecado. Los jueces tienen la obligación de ser imparciales e interpretar y cumplir las leyes. Sin embargo las leyes no siempre son justas y están sometidas a los criterios del legislador. ¿Y quiénes legislan? Los políticos de turno, los cuales serán democráticos, dictatoriales, teocráticos, liberales, progresistas… según el momento histórico, las circunstancias, la ideología reinante, etc. Y, por tanto, dictarán leyes en concordancia con el traje que vistan.

El poder, o los poderes, tienden a ser egoístas, posesivos e, incluso, irracionales aunque naveguen en aguas democráticas. Además, generalmente, quienes alcanzan algún tipo de poder importante raramente escapan a la tentación de poseerlo el mayor tiempo posible, bien porque el ego se apodera de ellos o porque consideran que el proyecto, al que sirven, no se consolidará sin sus manos sobre el timón.

Lo dicho es de tal sentido común que semeja una perogrullada. Como sería de ingenuo Perogrullo pretender una justicia totalmente independiente del poder ejecutivo de turno cuando se vive una situación política como la actual, en la que el partido del Gobierno está inmerso en un lodazal de corrupción insufrible, atenazado por sobresaltos diarios procedentes de los juzgados. Por tanto a nadie le extrañan los intentos de utilización del poder político para controlar el ejercicio de la justicia. Ya sea con guante blanco o con el modo grosero desvelado por el expresidente de Madrid, Ignacio González, en conversaciones con el exministro de Aznar, Eduardo Zaplana.

Sin embargo, aun con el bagaje de sospechas que nos enseña la historia de la humanidad, desde la derrota de Baltasar Garzón, la persecución de otros jueces poco complacientes con el poder, la insólita puesta en libertad de Blesa dejando al juez en ridículo, los muchos casos sobreseídos bajo sospecha…, los últimos nombramientos y acontecimientos, acaecidos en las cúpulas del Poder Judicial, de la fiscalía y de la Audiencia Nacional, que vienen a dar la razón a los intereses de Ignacio González, han colocado a la Justicia española en un peligroso y creciente nivel de impopularidad.

Hasta donde alcanza la memoria viva, este país vivió cuarenta años temiendo a la justicia, cómplice por ley, de la dictadura. Una lacra que, en algunos sectores del poder político, parece ser añorada o valorada como lógica al considerar a la judicatura democrática como un instrumento más a su servicio. Una huella que, incluso, transmite la imagen de ser aceptada por algunos jueces y fiscales como un vehículo para obtener poder y prebendas.

Por fortuna, el caso de Manuel Moix, enredado en una madeja de mentiras -que han puesto al descubierto un pasado familiar poco diáfano y con problemas judiciales-, mostrando una cara servil al poder político gobernante, tratando de impedir el curso de algunos casos de manifiesta corrupción, ha estallado gracias a la labor investigadora de la prensa, empujando a cortar la gangrena antes de alcanzar sus objetivos.   

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