EMIGRACIÓN

El visitante fiel y su reloj en hora

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photo_camera Roberto Rodríguez, el pasado miércoles en una terraza en la Plaza Mayor.

Roberto se marchó a Nueva York para trabajar en 1969. Quería volver pronto. Ahora regresa cada verano a Celanova y sueña con que alguno de sus nietos decida venirse a vivir aquí.
 

Roberto tiene 73 años, 2 hijos, 6 nietos, una casa en Queens a media hora de su trabajo como camarero en el restaurante español más antiguo de Manhattan, en el que lleva 42 años, y viaja cada verano (hay años que también en invierno) a Celanova. Roberto se marchó en 1969, recién casado -con Esperanza-, a trabajar con uno de sus cuñados. "Iba para una temporada, pensaba que volveríamos pronto, así que ni cambié la hora del reloj y así sigue", bromea. Pero aquello no era una broma, sino un desafío a sí mismo, un ancla en Celanova, su mundo.

Roberto, asegura, siempre ha pasado sus vacaciones en Celanova. Le sigue gustando el pueblo, pero sobre todo, sus recuerdos. Y no viaja a otros sitios porque le gusta este. "Un verano unos familiares se empeñaron en llevarnos a Praga, vimos aquellas plazas, todos estaban maravillados y yo... pues pensando en esta plaza de Celanova". Lo dice guiñando un ojo, sonriendo como quien disimula una pasión insensata.

Roberto es el sexto de nueve hermanos que se criaron en el bar familiar, el popular Daro, que cerró en el 73. "Casi aprendí a hacer café antes que a caminar. El bar, que estaba en la calle del paseo, era el punto de encuentro de muchos vecinos. Y podían entrar las mujeres solas sin ningún problema. Había respeto. Lo imponía, cuando hacía falta, mi hermano mayor. Todos nos criamos en el bar. Estudié hasta los 17 años, y trabajé mucho en el bar. Tanto que las fiestas del San Roque no las conocí en lo que eran hasta un verano que volví de vacaciones. Para mí el San Roque era trabajar duro en el bar. Sólo salía para ver lanzar el globo. Y aquel año de veraneante vi tanta gente que me agobié, y nos escapamos a la finca de mi suegro".

Primero emigró Elba, luego Manolo, después salieron Maísa y Dori. Con el marido de Maísa fue con el que empezó en Nueva York a los 27. En el local del Daro se instaló el Banco de Santander. Llegaron los hijos, primero Mónica y más tarde Christian. "Vinimos con ellos siempre que pudimos. Me hubiera gustado que alguno de ellos se quedara aquí. Esto les gusta, pero han hecho su vida allá. Ahora me queda la esperanza de a ver si algún nieto...".

Roberto sigue trabajando en el Sevilla, donde cada 31 de diciembre a las 6 de la tarde se toma un chupito de vodka. Su reloj marca las doce, claro.

No trabaja tanto como antes, "cuando echaba 14 horas algunos días". Nunca estuvo más de dos años sin pasar al menos unas semanas en Celanova. Habla sin nostalgia de lo que fue. "Era más pequeña, estaba más limpia, como si la gente mirara más por el pueblo", y repasa sus lugares favoritos: la Alameda. Donde tocaba la Banda municipal, una afición que mantiene; donde las fiestas, a las que se habituó pronto. "Por mi trabajo siempre fui ave nocturna. Ahora, con la edad, soy más de madrugar. Me gusta sentarme a mirar desde cualquier esquina. Los míos me lo notan, dicen que cuando estoy allá soy un poco huraño, que aquí soy otra persona. Es Celanova".

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