CAPÍTULO 8

Cuando la sospecha susurra, la duda grita

Jorge ya se veía como un cristiano indefenso en el circo de los leones, con el público agitando el pulgar hacia el cielo

 

Miguel Mosquera nació en Rotterdam y es colaborador de La Región. 

Un rumor de agua batía contra la sirena de la Chavasqueira, explicando al universo que el microcosmos mudo de los peces y la profundidad del Miño son capaces de comunicarse a gritos. El comisario se había acercado con una dotación, no quedaba demasiado claro si con la esperanza de hallar algún indicio que las tibias horas del amanecer hubieran ocultado al insufrible juez Sherlock, ansiando poder ufanarse por su incompetencia, cagándose en todos sus sumarios aunque sólo fuera en la intimidad de sus calconcillos. O quizá buscaba una inspiración divina que le cantara el nombre del asesino, sin importarle que se manifestara como una emisora de radio o una zarza ardiente.  Aún permaneció durante diez laxos minutos esperando escuchar alguna música celestial cuando se dio por vencido, reconociendo que por su cabeza jamás había sonado melodía alguna, ni siquiera uno de aquellos pegadizos éxitos del verano de los cuarenta principales, bailados hasta descoyuntarse en los guateques de su juventud.
Necesitaba aire fresco, que lo mismo le despejara el cerebro de dudas como de certezas en relación a Pablo. Incluso barajó la posibilidad de cargarle el muerto al borracho, que era sin duda alguna quien  admitió estar en el momento del crimen, y del que pocos podrían  negar que no llevara su ajumada rúbrica, sin necesidad de más móvil que su nivel de alcohol en sangre.   

Puede que los borrachos digan la vedad, cuando les cuadra, pero pocos se salvan de coronarse con estupideces que después siquiera recuerdan, y luego qué fácil es echarle la culpa a otro,  reflexionó el jefe de policía rememorando su infancia, cuando sus hermanos mayores se acusaban en escala sucesiva descendente de cualquier trastada sobre la que su padre exigiera rendir cuentas, acabando siempre por cagarla él al ser el más pequeño y carecer de alguien a quien señalar.

—Deberías pedir una mascota para Reyes —se burlaban invariablemente de él cada vez que lo castigaban—. Aunque sólo sea uno de esos patos teñidos de verde que venden en las verbenas. Así  al menos tendrás en quien descansar tus culpas.
Pero aquellas remembranzas no solucionarían la actual papeleta. Sopesó que toda pregunta lleva implícita la respuesta. Agarrándose a esa ilusión como a un clavo ardiendo meditaba cercano al trance en paralelismos y dicotomías : en el fondo el agua es agua, dulce o salada, y de un modo u otro siempre acaba cobrándose su tributo.

En la costa hubiera sido la vida de un pescador o la del piloto de una narcoplaneadora rebosando hasta los topes de fardos de hachís. Tierra adentro, en un río, el finado tendría de necesidad un oficio menos húmedo. Además volvía como la burra al trigo. Que dos fulanos la espicharan en la playa… ¿qué carajo tendría que ver con su interfecto? Tan de interior que, por más caudal que corriera, casi se podía decir que era fiambre de secano.

Pero si había algo que verdaderamente le escocía era Faramiñas. Ese puñetero ourensano hermético a quien resultaba imposible arrancarle ni un simple bostezo como no tuviera el día. Siempre contando exclusivamente lo que le sobraba, y como todo buen gallego que se precie, respondiendo con una batería de preguntas en lugar de dar una sola respuesta.

Le recordaba a su suegra. ¡Esa sí que hubiera sido una gran investigadora! Apenas se la presentó la que sería su futura esposa, intuyó el jardín donde se metía. ¡Qué mujer! ¡Qué labia! ¡Qué capacidad! Cualquiera la hubiera situado como alumna aventajada en la escuela superior de la Gestapo. No bien  acababa de conocer a alguien ya le había desnudado el alma, aturullándolo con una carga de interpelaciones ante las que el infeliz contestaba casi sin darle tiempo a reaccionar, o recordar qué cojones le había preguntado ni él respondido. 

Cada vez que daba con ella lo sometía a un tercer grado con tan inusitada naturalidad que, para cuando quería darse cuenta, se descubría balbuceante y confuso, con la mitad de la cara de idiota y la otra de mártir, maldiciendo que lo cogiera por enésima vez con los pantalones bajados.

¡Su madre política sí que hubiera sido un inquisidor eficaz para conocer los pensamientos que gravitaban por la mollera de Faramiñas! Pero sólo imaginar el interrogatorio al que lo sometería a él primero antes de aventurarse con su ayudante, le hacía renunciar a la hazaña del conocimiento. 

Además en un enfrentamiento entre dos púgiles de impermeabilidad equidistante, la probabilidad mayor era que el resultado acabase en tablas. Suegra y subordinado siempre es un peligroso tándem, un precio demasiado elevado el de dejarse mangonear  por la suegra y aguantar el posterior cabreo de Faramiñas, como para considerar siquiera meterse en semejante berenjenal. No, los experimentos se hacen con gaseosa, no con el bárbaro embrutecido de Faramiñas , del que ya en alguna ocasión llegó a sospechar que cerraba los casos más grotescos en su tiempo libre, completamente al margen del “protocolo”.

*** 

A Jorge le sudaban las neuronas. Por un lado se sentía muy a gusto después de haber  encontrado en la entrepierna de Dolo el nicho perfecto donde acomodar su cerebro, mientras por el otro ya se veía cargando con todo el peso de la separación de Marta. 
No era tanto tener que aflojar la mosca, que ya le jodía —a nadie le gusta regalar la pasta o renunciar a un piso en mitad del naufragio—, lo que en realidad lo acojonaba hasta el vértigo era la puesta en escena: el juicio, los testigos, el público..., pero sobre todo a esos hijos de puta de abogados sin misericordia alguna a la hora de sacar a relucir cualquier trapo sucio, por más cenagoso que sea, con tal de arrancarle un céntimo al contrario, aun siendo a costa de la dignidad de su propio cliente.

La sola idea de ver al letrado de su ex sirviendo en bandeja  al dominio público el gatillazo de su noche de bodas, reviviendo tal calvario como escueto preámbulo de todas las barbaridades sobre incumplimientos maritales que ese endemoniado charrán pudiera sacar a la luz, era un amargo cáliz que le costaba beber. No albergaba duda de que el muy cabrón se la tenía jurada desde que Marta le diera por el saco en el Posío, en le meridiano de las fiestas del Corpus, cuando los tres eran unos quinceañeros, muy a pesar de que él aún tardó años en cobrándosela, precediéndole un nutrido número de sobrados picaflores y no tanto, a quienes se trajinó luego de desairar al que no alcanzaba más allá de proyecto de jurista.

Jorge sabía a carta cabal que a partir de aquel infausto acontecimiento contra su ego, Germán se había dedicado incansable a husmear en al vida de las parejas de Marta como si fuera su derecho u obligación, proyectando una negra sombra que avariciosamente atesoraba secretos con el fin de lanzarlos algún día como pedradas, coincidiendo con el momento en que ella los iba abandonando. 

Sólo de pensar que en mitad del juicio, con la sala de audiencias abarrotada de amigos y familiares, el muy hijo de la grandísima Bretaña sacara a relucir el episodio de su despedida de soltero, cuando mamado hasta la médula se tiró en el Villar a una puta fea, vieja y con la  cara tan llena de viruelas como reseco le crujía el coño,   para  acabar recitándole el volverán las oscuras golondrinas de Bécquer, en plena calle y a la luz de un farolillo rojo, en puro estado etílico. Y aún por encima, tragar con la rueda de molino de que la resentida de su cuñadita —o excuñada—, se enterara de todo, pudiendo mofarse de él el resto de los días de su vida, cargando el twitter con chistes malos a su costa, propagándolos por toda la geografía nacional y parte del extranjero para su escarnio.

Jorge ya se veía como un cristiano indefenso en el circo de los leones, con el público agitando el pulgar hacia el cielo,  por más cínicos que todos fuera, suplicándole por misericordia al juez que le diera amparo antes de que  tanta comadre lo hiciera pedazos.

***

—¡Joder, Pablo! —rugió el comisario cuando su hijo al fin contestó del otro lado de la línea—. Me tenéis muy mosqueado los dos: tú y Faramiñas. No sé por qué pero me da en el cuerpo que vosotros, o muy resabiados sois o andáis conchabados.
—Será que te vas por las ramas o que deberías reconsiderar lo de prejubilarte—se burló jocoso Pablo—.Resistir no siempre en vencer, es tanto cuestión de entereza como de fuelle.

 

Historia de una novela ourensana y experimental

 

Cada una de las entregas de esta novela, "El tragaluz de A Chavasqueira", está firmada por un autor diferente y desarrollada a partir de lo que han ido escribiendo los precedentes, sin permitirse a los escritores concertar el destino de su prosa y de sus historias. 

Más de una veintena de escritores, periodistas y personalidades del mundo de la cultura participan en esta iniciativa veraniega de La Región, que acoge tanto a firmas locales, como a autores del panorama nacional y puntuales colaboraciones internacionales, para solaz y disfrute de los lectores, evocando las antiguas novelas por entregas de los periódicos de ayer, y añadiendo el enigmático componente de una experiencia literaria imaginativa y artísticamente abierta. Un ejercicio libre y gratificante tanto para los autores que se están sumando a este sorprendente reto, como para los lectores, que a lo largo del verano irán descubriendo la evolución de personajes como Marta, Jorge, o Pablo, en una acción que transcurre con la ciudad de Ourense como escenario. 

Los capítulos de "El tragaluz de A Chavasqueira" podrán seguirse con La Región durante los meses de julio y agosto en las páginas veraniegas del diario.

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