EN LETRAS DE MOLDE

El Antoñito

Que ya hay que ser crack para elevar la teoría del solfeo a tema cuya discusión dé cancha suficiente para tildar a alguien de demagoga.

El Antoñito tocaba el teclado en un grupete que teníamos él, otro colega y yo. Jamás estudiaba las canciones: llegaba, escuchaba, recordaba y, como el cabrón era un genio, iba sacando la melodía de oído de forma que, a los cinco minutos, estaba tocando como si hubiera estudiado toda la semana. Claro que no solía tocar lo que habíamos pactado el ensayo anterior, casi siempre tocaba algo distinto. Y casi siempre mejor.

Hace poco se compró un theremín. Llegó al ensayo – tarde y oliendo a alcohol, como siempre, y emocionado como un crío –, enchufó su theremín y se puso a hacer bonituras con él, “ya veréis que sonido tan guapo, chicos”. Yo, entre el asombro y la envida, me preguntaba qué tipo de oído privilegiado había que tener para tocar semejante instrumento. 

El Antoñito lo mismo te hablaba de Turner pintando paisajes en su lúgubre estudio (“¡Sal a tomar el aire, Turner, hijo!” decía entre risas y licor cafés para ilustrar la anécdota) que te llamaba demagoga en una conversación sobre teoría del solfeo. Que ya hay que ser crack para elevar la teoría del solfeo a tema cuya discusión dé cancha suficiente para tildar a alguien de demagoga. Pero él lo hacía. 

Al Antoñito le llegaban citaciones equivocadas para entrar en prisión, conocía a ex seminaristas que ahora tocaban la batería en grupos heavy metal, viajaba en maleteros de coches de amigos, se bañaba usando el saxofón como snorkel…
Para algunas canciones yo cogía su teclado y le dejaba mi bajo. Cuando lo veía tocar, absorto y disfrutón, pensaba que, si algún día, por fin, dábamos un concierto, a las nenas les iba a encantar el Antoñito: ese pelo rubio y medio largo que de cerca era ligeramente guarrete, encima de un escenario parecerían las greñas de Kurt Cobain, esa ropa de persona a la que le importa un cojón su ropa, parecería un look excéntrico de estrella del rock, esa querencia por la botella, tan suya, formaría parte de los excesos del artista. 

Y resulta que ahora el Antoñito ya no está. Y eso apesta porque, la verdad, anda que no conozco, en esta ciudad, gente cerrada, aburrida, predecible y estúpida que se podía morir en vez de él. Pero no, le ha tocado al Antoñito. No entiendo muy bien por qué. Y me parece una mierda enorme.

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