Hubo un tiempo en el que panaderías y pastelerías eran dos cosas bien diferente. Las primeras, elaboraban dulces, tartas, postres. Las segundas, pan y en tiempos de Pascua y Reyes, roscones. Entonces, el pan traía un ligero gusto a anís, de haberlo cocido en el mismo horno que los roscones. Solo compartían, y no siempre, la elaboración de ciertas especialidades. Por ejemplo, las bicas, que tanto encontrábamos en panaderías como en pastelerías, aunque la bica era un dulce predominantemente de panadería, y los bollos de leche o bollos suizos (son distintos, pero en Galicia siempre los consideramos sinónimos) y las cristinas.
Cuando yo era niño no se hablaba de cristinas rellenas de crema o de nata. Las cristinas siempre eran de crema. Ni tenían cobertura de chocolate, sino una cobertura de coco tostado que se encostra en la parte superior y que se esconde tras un espolvoreado de azúcar glas. Las de nata y las cubiertas de chocolate llegaron como las napolitanas, tras la muerte de Franco. Una cristina era una merienda de viernes o de sábado, como las empalagosísimas milhojas de merengue. He preguntado en varias confiterías que todavía elaboran estas especialidades y reconocen que su consumo está en retroceso. Y no por una cuestión de salud, de reducir el consumo de dulces, algo que recomiendan con razón las autoridades sanitarias, más por la necesidad de adecuar la ingesta calórica a la baja actividad física de una infancia que dedica buena parte de su ocio a actividades sedentarias como los dispositivos móviles. Sino porque la bollería industrial y la competencia de productos prácticamente industrializados, semipreparados que en algunos establecimientos simplemente amasan, hornean y rellenan con los ingredientes fabricados por grandes grupos de alimentación y que compiten en precio a la baja, le han puesto cerco a una bollería que endulzó las tardes de varias generaciones.