Desconocida isla del Hierro

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Reserva de la biosfera, sostenible y con alma, este territorio de paredes verticales y difícil asentamiento es un paraíso de tranquilidad y tierra pura, llena de miradores y sinuosas carreteras

La isla del Hierro es una reserva de la Biosfera, cien por cien sostenible y los eslóganes dicen, incluso, que es una “isla con alma”, y quizá es por eso que El Hierro se defiende de los intrusos con toda su alma. Así ha sido desde tiempo inmemorial, bien lo supieron los aborígenes bimbaches, los primeros pobladores castellanos y todos los que han habitado esta isla volcánica hasta la fecha. Fue la más perezosa en emerger de todo el archipiélago canario (hace 100 millones de años), pero es la de carácter más orgulloso. Allí estuvo el meridiano cero hasta que se lo arrebató Greenwich. Es el territorio más occidental y también el más meridional de la geografía española. Y quizá por ello, el más pobre y olvidado.

La isla se defiende de la vida humana con sus paredes verticales que dificultan el asentamiento, la ganadería y el cultivo. Niega el agua porque todo el que cae sobre su corteza porosa se escurre y filtra para que nadie pueda alcanzarla.

Los antiguos bimbaches sobrevivían gracias al Árbol Santo, el Garoé, un tilo que recogía las aguas de la lluvia y de la niebla atlántica para decantarla en los agujeros en la piedra practicados por los aborígenes. A finales de los años cuarenta del pasado siglo se plantó otro similar. Mientras la dictadura franquista construía pantanos por doquier para combatir “la pertinaz sequía” y dotar de electricidad cada rincón de la península, en el Hierro no había más luz que la que daban las velas, la gente, víctima de la hambruna y la sequía emigraba a Venezuela. Cuenta un vecino que en aquella época solo comían tortas de helechos.

De origen bereber, los bimbaches malvivían en la isla, a la que llamaban Ezero, haciendo las llamadas “mudas”, una especie de trashumancia por sendas imposibles en precipicios de lava áspera, con desniveles de mil metros, de un poblado a otro con sus mínimos ganados de cabras.

Aquí la luz no llegó hasta 1973, a la Villa de Valverde, la capital. Aunque dos años después se generalizó en toda la isla. En esa década también se descubrió que el famoso lagarto gigante de El Hierro no estaba extinguido como se creía desde el siglo XIX. Un pastor halló una colonia de ellos en un lugar remoto y hoy día se trabaja en el Lagartario de Guinea para recuperarlo y reintroducirlo en su hábitat natural.

En esta isla el turista no lo tiene tan fácil como en otros lugares turísticos. Si busca playas o lugares de baño, deberá descender y esforzarse para alcanzar parajes abruptos y difíciles aunque, eso sí, de indescriptible belleza: el pozo de la Calcosa, el charco Azul, el charco de los Sargos, el charco Manso o la piscina natural de las Macetas. Más fácil lo tendrá en La Restinga, lugar único para el buceo dada la claridad de los fondos marinos y la enorme profusión de vida vegetal y animal de sus aguas.

En una isla tan abrupta no faltan los miradores, como el de la Peña, obra de César Manrique, o el de las Playas, con altitudes de en entre seiscientos y mil metros y vistas que cortan la respiración. Pero antes, El Hierro te pone a prueba con sus carreteras llenas de curvas, en algunos lugares de trazado escalofriante, colgadas sobre despeñaderos. Por ellas se llega al maravilloso sabinar que muestra ejemplares retorcidos, verdaderos campeones de la resistencia ante la oposición que plantea la isla, que se alía con los vientos lo mismo que con las sequías. No falta un maravilloso y extraño bosque de pino canario y otro, de laurisilva, el árbol típico de las islas. Todo ello trufado de decenas de senderos para perderse durante horas.

Los pueblos guardan el sabor típico de los tiempos pasados, en los que el visitante es acogido con amabilidad y naturalidad. En algunos, como en El Pinar, aún pueden encontrarse mentideros al estilo medieval, esos lugares de reunión en los que las noticias de la isla corren de boca en boca y que el avance de los medios de comunicación modernos no ha logrado erradicar aquí.

El trabajo de los herreños, sin embargo, ha ido domando el carácter díscolo de la isla para transformarla en un lugar digno para vivir y un paraíso para visitar. Precisamente su naturaleza brutal e indómita es lo que evita la masificación. Se puede viajar de un lado a otro del territorio sin cruzarse apenas con nadie. Su mínimo aeropuerto solo es apto para pequeños aviones de hélice.

Da la impresión de que el respeto que el hombre ha demostrado hacia ella en los últimos años fuera correspondido por esta naturaleza vertical de piedra y viento. Así, hace menos de 30 años se halló un gran acuífero (el pozo de los Padrones) que permite abastecer de agua para el consumo y el regadío a toda la isla.

En esta tesitura, uno no sabe si la última erupción, la de 2011, submarina, a cinco kilómetros de La Restinga y que obligó a evacuar la población, fue un señal de protesta o un gruñido de agradecimiento, a su manera.

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