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Gregorio Mayoral, de profesión verdugo

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photo_camera Gregorio Mayoral Sendino, verdugo.

Lo de Gregorio Mayoral (1861-1928) era otra cosa, desde que sacó la plaza de verdugo en la Audiencia de Burgos había destacado por su finura en el oficio, sin dudas ni muestras de arrepentimiento que le minara el sueño. 

Muy profesional. Eran las once de la mañana de un 20 de agosto de 1897, en el patio de la cárcel de Bergara. Sentado en una silla elevada sobre la tarima un joven cariacontecido, su cuerpo aún reposaba con vida aunque sin esperanza. El anarquista Michele Angiolillo había sido la mano ejecutora que días atrás -ocho de agosto- remató con la vida del presidente del Consejo de Ministros Antonio Cánovas del Castillo cuando descansaba en el balenario de Santa Águeda, en Mondragón (Arrasate). En su ánimo, la venganza en nombre de los ajusticiados en el Proceso de Montjuic. Lo de Gregorio Mayoral (1861-1928) era otra cosa, desde que sacó la plaza de verdugo en la Audiencia de Burgos había destacado por su finura en el oficio, sin dudas ni muestras de arrepentimiento que le minara el sueño. 

Antes Mayoral había desempeñado otros trabajos, incluso había tratado de entrar en el ejército, pero no tenía espíritu castrense. Aunque le sumaría puntos a la hora de optar a la plaza, pese a la oposición de su madre que no deseaba ver a su vástago en tamaña labor. 1.750 pesetas anuales ayudaron a superar el trance. Con el tiempo adquirió pericia de fama, llegando a modificar levemente el instrumental que portaba consigo para propiciar una muerte lo más breve y precisa posible; de las mejoras en el instrumental del garrote vil nunca aportó mayores detalles. En cada ejecución acarreaba él el material, su particular guitarra que decía, harto de encontrar piezas en desuso y poco eficaces, como ocurriría en su bautismo iniciático donde una mujer llegó a desconcertarlo, rozando el desastre, aunque sin impedir el mismo resultado de los siguientes.

Siempre quitaría hierro al asunto, “Al fin y al cabo sólo se trata de cumplir órdenes, siendo más grave la sentencia que el cumplimiento de la misma”, como dijo en una ocasión a preguntas del cronista José Samperio. “No hace ni un pellizco, ni un rasguño, ni nada; es casi instantáneo, tres cuartos de vuelta y en dos segundos...”, decía. A lo largo de su vida serían sesenta los ajusticiados. Así, aquella mañana los doce peldaños que lo separaban del estrado y a Angiolillo de la muerte los subió en un santiamén. Dispuso los hierros de la mortal argolla sobre el cuello del italiano e hizo su trabajo. Menos de dos segundos y ni un suspiro. Un pañuelo sobre el rostro era la señal. Aquella noche como se hizo costumbre, pernoctaría en el penal, no era tampoco cuestión de pavonearse en público.

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