GASTRONOMÍA

El infanticidio y las presas acaban con las anguilas

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photo_camera Un plato de anguilas.

En Ourense las prefieren delgadas, fritas en unto con unos tropezones de panceta, como  en Castrelo de Miño. En Lugo, las eligen más gordas y rellenan excelentes empanadas. 

Hace treinta años  las podíamos encontrar levantando una piedra en la orilla del un río, en la zona salobre de una marisma o incluso en una playa. Recuerdo el día en que el hombre llegó a la Luna, en julio de 1969, porque fue también el último día que conseguí coger anguilas sin más herramientas que mis propias manos, en la playa de Meira.

Hoy son tan escasas como caras. Veinte euros el kilo, y eso cuando hay suerte.  Resistente a la contaminación, incluso a la escasez de oxígeno en el agua, la anguila podía sobrevivir en zonas de aguas calmas y estancadas, en charcas, o en las pozas que deja la bajamar en los estuarios y zonas de aguas salobres donde merodea antes de emprender el largo viaje –del que ya no volverá– hasta el Mar de los Sargazos.

Su vida en los ríos es larga, la más larga de todos los peces migratorios, pues supera los diez años. Incluso en áreas del Sil y del Miño a las que ya no podría llegar como consecuencia de los embalses, cuentan que todavía hay ejemplares que sobreviven desde antes de la construcción de las presas. La causa de la escasez actual es, además de los embalses, la captura masiva de sus alevines, las angulas. 

El ciclo vital de la anguila fue un misterio hasta comienzos del siglo XX, en que se descubrió que migraba desde los ríos de la Europa atlántica –y también del norte de África– hasta el Mar de los Sargazos. Allí se reproduce y muere.

Las crías, salen de los huevos a una profundidad media de 400 metros. Son larvas leptocéfalas –de cabeza delgada– y se dejarán llevar por la corriente del Golfo en un viaje de uno a tres años hasta llegar nuevamente a nuestras costas. Es la migración más larga realizada por unas criaturas todavía infantes que nos ha dado a conocer la naturaleza. El drama final de tan épico viaje puede ser una cazuela de barro con un chorrito de aceite de oliva, ajo y una guindilla. La gastronomía tiene sus infamias, y esta es una de ellas, pues fomenta el infanticidio. El eslogan de “pezqueñines no, gracias” y toda la campaña de la Administración en defensa de los inmaturos –cariocas, chinchos, xoubas...– se estrella hipócritamente ante una incomprensible vista gorda que se hace en contra de una especie tan digna de defensa como cualquier otra. ¿Y todo para qué? Para nada.

Porque la angula en sí es un ingrediente insípido. Su pesca debería de estar prohibida. La gastronomía no se perdería nada, pues para los efectos, cualquiera de los sucedáneos de buena calidad que se comercializan, cumplen perfectamente con el propósito de agregar forma y textura –que es lo único que aporta el alevin de la anguila– y permiten que miles de anguilas puedan llegar a edad adulta y rellenar una buena empanada.

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