HISTORIA

Los tres “milagros” de Alejandro

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photo_camera Alejandro Magno a lomos de un caballo "Bucéfalo".

 Alejandro Magno fue considerado ya en vida como un ser divino capaz de hacer milagros.

Bucéfalo, en Europa. El primer milagro del que hay noticia cierta es la doma del caballo “Bucéfalo”, que nadie había sido capaz de montar. Alejandro, todavía un joven príncipe de la región griega de Macedonia, se dio cuenta de que el animal temía a su propia sombra y lo que hizo fue taparle el astro. Desde ese momento, nunca le abandonó y con él partió a las guerras helénicas primero y a la conquista de Asia y Egipto después.

Alejandro logró entonces convertirse en Rey de Macedonia y el título de Hegemón Panhelénico, que equivalía a líder de todos los pueblos griegos. Siempre guerreó y nunca perdió una sola batalla a lomos de “Bucéfalo”, en cuyo honor fundó varias ciudades hasta la muerte del equino cuando se hallaba en el límite con la India, que sintió de forma intensa, sólo superada por el fallecimiento de Hefestión, su compañero, a quien comparaba con Patroclo, siendo él mismo Aquiles.

Gordio, en Asia. Había una leyenda, probablemente incentivada por la propia ciudad de Gordio, en la actual Turquía, de que nadie podría conquistar Asia sin deshacer antes el nudo que se custodiaba en un templo de Zeus. El famoso nudo gordiano eran al parecer un yunque y una lanza unidos a un carro por una compleja maroma. Conocedor del mito, acudió Alejandro y allí supo que no tenía que deshacerlo sino separar el yunque del carro, lo que logró de forma simple: con un tajo de la espada, que acompañaría de una frase lapidaria “tanto importa de una forma que otra”, que siglos más tarde incorporaría el rey Fernando de Aragón a su lema “Tanto monta, monta tanto”, y de ahí el yunque y las cuerdas en su escudo. Otra versión mucho más prosaica asegura que Alejandro se limitó a darle una patada al carro, que estaba podrido, y así se acabó el nudo. De una forma u otra, cumplió el oráculo y se convirtió en soberano de Asia al conquistar a continuación el vasto imperio persa y llegar hasta la India de victoria en victoria.

Dios, en África. La culminación de tantos y rápidos esfuerzos no podía ser otra que su confirmación como Hijo de Dios. Su madre, la enérgica Olimpia, le había asegurado desde que era pequeño que su verdadero padre no era Filipo sino Zeus y que para ello tendría que acudir al oráculo del Dios en Siwa, en Egipto. Es un lugar todavía hoy de difícil acceso, y recóndito en el siglo IV antes de Cristo.

Alejandro decidió cruzar el desierto y a punto estuvo de sufrir el destino del rey persa Cambeses, quien perdió todo su ejército en la travesía. Pero el griego tenía la fortuna como aliada. Llegó a Siwa y allí los sacerdotes de Zeuz-Amón le reconocieron de inmediato como Hijo de Dios y salvador de Egipto como faraón y Dios viviente. A la salida de la visita, sus oficiales le preguntaron qué le habían dicho, y aunque nada respondió, su comportamiento fue a partir de entonces muy distinto, cada vez más convencido de su divinidad, y no sólo como un gesto de propaganda política.

Alejandro se convirtió así en soberano de todos los griegos, rey de Persia y faraón de Egipto. Y además, un Dios viviente y un mito absoluto tras su muerte en Babilonia y el traslado de su cuerpo, incorrupto, a Alejandría, que él mismo había fundado.

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