LITERALMENTE

Tutmosis, el faraón que maltrató a su madrastra

El arquetipo de la madrastra malvada se hizo historia en las relaciones entre la mujer-faraón Hatshepshut y su hijastro, Tutmosis, quien tuvo que soportar quedarse durante años apartado del trono. Luego se cobró su venganza y fue la más terrible.

Egipto, en torno al año 1.500 antes de Cristo, reinando la Dinastía XVIII en el Imperio Nuevo, el momento de mayor gloria del país del Nilo. Una mujer, Hatshepshut (“La primera de las nobles”), nieta, hija y esposa de faraones, se hace con el poder, lo que antes había ocurrido en contadas ocasiones. La tradición marcaba que el trono fuera para el Horus viviente, un hombre, si bien sólo las mujeres de sangre real podrían  engendrar al soberano. Pero Hatsheshut decidió dar un golpe. A la muerte de su esposo, Tutmosis II, muy joven, el sucesor era otro Tutmosis, un niño, que no era su hijo, sino de una esposa secundaria del rey. Primero se hizo con la regencia, pero más tarde dio un paso adelante y se “descubrió”, gracias a la colaboración de los sacerdotes, como encarnación de Amón y como mujer y hombre a la vez, asumiendo plenamente el poder como faraón. Tutmosis III no contaba, si bien no lo apartó del todo y le encomendó el ejército, con misiones en el lejano sur –al país del Punt, en Etiopía- y otras.

La reina-rey falleció y por fin Tutmosis (“Engendrado por el Dios Thot”) accedió al trono. Y no perdió el tiempo. Primero, desplegando una actividad belicosa e imperialista, conduciendo a su ejército hasta más allá del Sinaí, a la actual Palestina y Siria, donde se enfrentó a un ejército combinado de varios señores locales, a los que sometió, imponiendo el dominio egipcio durante años. El lugar donde se produjo la principal batalla contra los confederados fue anotado por los redactores de la Biblia: Ar-Meggido, o lo que es lo mismo Armaggedon. Tan impactados quedaron del poder del faraón que para los judíos sería donde se produciría la segunda y definitiva batalla entre los ejércitos de los ángeles y los demonios.

Existe todavía el sitio arqueológico, en el actual Israel. 
Ya de regreso a Egipto luego de 17 campañas exteriores consecutivas que llevaron su poder hasta el río Eufrates, con las fronteras expandidas como nunca antes o después por el norte y el sur y como dueño y señor –siglos más tarde sería denominado el Napoleón egipcio- inició una segunda campaña, ésta interior, de liquidación del legado de su madrastra. Fue sistemático en la operación de borrado de toda huella de Hatsheshut y su reinado de todos los templos y lugares públicos, como si no hubiera existido nunca, una auténtica “damnatio memoriae” sobre la que se ha escrito mucho y que era la mayor de las condenaciones posibles para un egipcio. El auténtico infierno. ¿Por qué lo  hizo? La versión que cuenta con más apoyos es también resulta la más sencilla: por puro rencor a quien le había impedido durante años alcanzar el trono que le correspondía. A lo que habría que añadir  que se trataría de una especie de herejía que una mujer se proclamara faraón, iba contra la tradición. 

Pero hay otra versión: quizá se limitó a hacer lo mismo que otros reyes antes y después: hacer suyos los monumentos de sus antepasados, para ganar todavía más fama. Para los egipcios mantener su nombre era la clave de la inmortalidad, de que el Ka y el Ba, dos conceptos ligados al alma, pudieran seguir regenerándose, como también el cuerpo momificado. Después de todo, probablemente se casó con las dos hijas de su madrastra, Neferura –que falleció siendo muy joven, y era la señalada como continuadora de la obra de Hatshepshut- y Meritra, quien sería la Gran Esposa Real, aunque no la madre de su sucesor. 

La mayor paradoja es que la huella de Hatshepshut, pese a todos los intentos de Tutmosis y sus herederos por enviarla al olvido –incluso fue eliminada de la Lista Real inscrita en las paredes del templo de Osiris en Abidos-  resultó un fracaso y hoy en día la madrastra es más conocida y estudiada que el Napoleón del Nilo…

Te puede interesar