En el catálogo de vinos gallegos hay aproximadamente unas dos mil referencias. Y dentro de ese amplio panorama, con el que podríamos conocer el paisaje vitivinícola de las cinco denominaciones de origen y las cuatro indicaciones geográficas (a punto de ser cinco) hay un número muy reducido de etiquetas que destacan por su singularidad. Unas veces, porque escapan de la norma dentro de la zona en la que se elaboran, otras, por rescatar variedades que se daban por perdidas o incluso eran ya totalmente desconocidas. En el primero de los casos destacamos el monovarietal de Loureira realizado en el corazón de la Ribeira Sacra, tierra de tintos con muy pocos blancos, en general protagonizados por la uva Godello o el Caiño tinto, de la misma bodega, con los que comenzamos la selección. Los dos siguientes son tintos en tierras de blancos. Pedral, de O Condado, uva que se daba por perdida y Castañal en O Rosal, donde se reconoció su existencia por unos relieves en la catedral de Tui, pues era ya una uva totalmente desconocida.
A Ribeira Sacra y Rías Baixas le sigue uno de los vinos que estrenó la era del monovarietal de Godello en el Ribeiro y lo hizo nada menos que con un gran oro en el concurso mundial de Bruselas de 2018. Le sigue un Dona Blanca de Monterrei, de muy escasísima producción y uno de los primeros vinos de crianza elaborados con Garnacha tintorera en Valdeorras que redimió así una variedad que se consideraba de producción y baja calidad al nivel que realmente le corresponde. Cerramos la serie con un tostado de Godello, otra de las grandes rarezas de Valdeorras.
La gran riqueza gallega en materia de vinos se manifiesta no solo por el éxito que tienen los ya consagrados internacionalmente siguiendo las fórmulas canónicas (Albariño en Rías Baixas, Treixadura en Ribeiro, Godello en Monterrei y Valdeorras y Mencía en Ribeira Sacra) sino también por la experimentación constante que pequeños y no tan pequeños bodegueros realizan con cada nueva añada. Ninguno de estos vinos dejará indiferente.
