El Ribeiro, un huésped secular en los certámenes vinícolas

Francisco Lorenzo Amil es licenciado en Filosofía por la UNED, y licenciado en Xeografía e Historia Siempre fue un baluarte económico para la comarca, y también, por qué no decirlo, un invitado de excepción en las Exposiciones Agrícolas. Humilde, es cierto. Con momentos críticos, es verdad. Pero… su atractivo, su encanto y su tradición, perviven. El poder que tiene O Ribeiro para hacer sentir al viticultor, artesano y propietario al mismo tiempo, es mágico. Ahora bien, no se hizo Roma en un día. Para entenderlo, es necesario abrir un poco el corazón a su historia. Y, de repente, se desvela el hechizo secular que obró el milagro de la supervivencia. Allí, de forma latente, inevitablemente, late el buen hacer de sus gentes. Unas veces, haciendo gala de su elevado índice de sociabilidad; otras, agudizando su ingenio y su creatividad individual. A estas alturas nadie duda de que la pionera de los certámenes internacionales haya sido la “Gran Exposición Universal” de 1851 inaugurada en Londres por la reina Victoria y el príncipe Alberto, su consorte. No es que antes no hubiesen existido exposiciones. En España mismo, por ejemplo, hasta este instante, desde principios de siglo se contabilizaban cinco exhibiciones. Sin embargo, la hábil tradición británica de dar a conocer las excelencias de los productos del sector agrario y la repercusión que alcanza aquella feria londinense debido a su difusión tanto fotográfica como propagandística la convierten, a todas luces, no sólo en el escaparate del mundo, sino en el referente de todos los certámenes internacionales. Todas las naciones tratan de imitarla. Y es ahí, en estos eventos, en donde el Ribeiro, de ser un conocido, pasa a ser un invitado de excepción. En los años cincuenta, a pesar de los estragos que había causado el oídium tukeri en las tierras del Avia en donde la plaga había encontrado su acomodo, no dejó de estar presente, ni en 1857 en la Exposición Agrícola que se realiza en Madrid, ni en la que es la decana de los certámenes de España, la Gran Exposición Gallega de 1858. A una y a otra, acude Miguel Labarta con un Ribeiro que procede básicamente de la granja de Puente Mayor en la Ribera del Miño, y de Outeiro en Riobóo, un pueblo del ayuntamiento de Cenlle. En aquella primera exhibición, es premiado con una mención honorífica; en la segunda -una feria que presenta ciertas similitudes con la londinense, por su difusión fotográfica y por la inauguración a cargo de la Familia Real en el año jubilar- no sólo se premia su vino, sino que se le homenajea por su capacidad empresarial. Es nombrado socio de mérito de la Sociedad Económica de Amigos del País. Desde ese instante, Labarta no deja de presentarse a ferias tanto nacionales como internacionales. En 1867, en la Exposición de París, expone sus vinos y también las habichuelas de sus propiedades de Canedo. No consigue premio, pero entra en contacto con los stands de otros países y va perfilando la forma de impactar con su marca. En 1871, este empresario ourensano, igual que otros cosecheros ribeiranos, abre almacén en Santiago, Bodega de San Martín, donde expende distintas variedades de Ribeiro. En apenas dos años, en 1873, expone sus productos en la Exposición Internacional que se celebra en Viena. Tan sólo logra una medalla de mérito por su vinagre de vino puro. Aun así, de ninguna manera es tiempo perdido. Participa del éxito trabajado, aunque inesperado, del sector vinícola español en este certamen. Y en menos de un año, pone su experiencia al servicio de la Junta de Agricultura provincial. En colaboración con el Ministerio de Fomento, trabaja con un grupo de 15 cosecheros de O Ribeiro, para que puedan exhibir sus vinos en la que será la exposición más mediática del panorama internacional. La Exposición Londinense de 1874 celebrada en el Albert Hall, un edificio construido apenas hacía tres años, se convertía en el gran reclamo de expositores decididos a emprender o consolidar la exportación de sus vinos en el mercado internacional. Por primera vez, se reunía en un mismo recinto, recién inaugurado, a los grandes productores mundiales de vino, incluidos los de Estados Unidos y Australia. De forma más tácita que explícita, todos consideran que ciertamente es el I Certamen Vinícola Internacional. En plena efervescencia victoriana, Inglaterra era la gran vinoteca del mundo. Y allí, en aquel escaparate, la "bodega ribeirana" lucía sus mejores galas. No es difícil de entender el esfuerzo que el Ministerio de Fomento español tuvo que hacer para que las principales zonas vinícolas del Estado no desaprovechasen la oportunidad de acudir a este evento. Tras el éxito que habían cosechado en 1873 nuestros vinos en Viena, el gobierno cree que el sector vinícola podía convertirse en el auténtico motor del desarrollo agrario. Los cosecheros de O Ribeiro, al igual que otras zonas vitivinícolas del país, no dudan en aceptar el desafío, a pesar de las deficiencias que aún presentaba nuestro embotellado y encorchado, para formar parte de la representación española. España participa con 700 expositores. De ellos el 5% pertenece a la provincia de Ourense, y el 35% de éstos son cosecheros del Ribeiro. Se envían 200 barriles. El 12% de los recipientes tienen una capacidad entre 18 y 24 litros. El resto del vino se había transportado, embotellado, en envases de 83 cl. De las 8.000 botellas que envía la expedición española sólo el 1% procede de tierras ourensanas. El miedo a que, durante el trayecto, el ajetreo del viaje hiciese fermentar el vino en las botellas -el traslado en tren hacia el litoral todavía era un sueño- hizo que los cosecheros ribeiranos enviasen sus caldos preferentemente en barriles. Fue casi testimonial el porcentaje embarcado de Ribeiro en recipientes de vidrio. Huelga decir que aquel evento, abrió la veda a las exposiciones agrícolas nacionales. En los años setenta las ferias agrarias viven su mejor momento. Ni siquiera España quiso quedarse en el furgón de cola. En 1877 organiza una exposición vinícola que, por su repercusión, por el marco en el que se realiza, por la planificación e incluso por las normas que deben cumplir los expositores, es un referente en este tipo de eventos en el marco estatal. Allí acuden ribeiranos como Benigno Borrajo, Urbano Mein, Joaquín Pardo o Manuel Fernández Bastos, entre otros muchos, que vieron en ella una preparación para el auténtico reto que suponía la Exposición de 1878 en París. La Exposición Parisina era un magnífico escaparate para proyectar los productos en el marco internacional, en un momento en que los vinos franceses no pasaban por su mejor momento. Y si habían acudido cada día a la exposición de 1867, según el periódico francés Le Rentier, 44.699 personas, se preveía que en este Certamen de 1878 se incrementase en un tercio la asistencia. En aquella exhibición, Labarta, con su vino blanco, y Manuel Fernández Bastos, con el vino tostado, fueron premiados con un diploma de mención de honor. Está claro que ellos sólo señalaron el camino. Luego, otros incluso lo ensancharon. Es el caso de Constantino Rodríguez Pérez. Este cosechero ribadaviense, aprovechando, en las postrimerías de la centuria, la corriente migratoria subvencionada desde Brasil, viendo la posibilidad de introducirse en el mercado americano, participa en la Exposición Agrícola Brasileña del Pará, y obtiene el premio de primera clase por la calidad de su vino Ribeiro. Es indudable que ayer, en el siglo XIX, un sinfín de ribeiranos exponían sus vinos blancos y tostados, en aquellos escaparates nacionales e internacionales. Hoy, casi 150 años después, otras bodegas recogen su testigo. Unos y otros, nunca se han consolado con admirar la fertilidad de hermosas tierras, situadas en las laderas de las montañas, o con ver la dulcedumbre de sus viñas doradas ubicadas en los valles con vistas al Miño o al Avia. Más bien todo lo contrario. Continuamente han tenido que lidiar con el desafío que supone cada añada. No cabe otra. ¿Acaso hay alguien que sea capaz de afirmar que no sea ahí, en donde radique la magia secular de nuestro querido Ribeiro?