Ourense no tempo | La Gandula, ley de vagos y maleantes

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Está desde hace un tiempo en el candelero el tema de la famosa ley del “solo sí es sí”. Sin duda se hace imprescindible parar el continuo goteo de víctimas por violencia de género, facilitar el desenlace judicial, endurecer penas y en todo momento velar por la recuperación física y mental de la víctima. Lo que no era deseable es el resultado que ha tenido en los delincuentes esta legislación, aprobada sin el amplio estudio procedente.

Y es que quien no conoce su historia está condenado a repetirla. Cayó en mis manos hace unos días un opúsculo de los utilizados en los años 50 (agosto del 55), por los aspirantes a Policía Local, en el que se les recuerda de manera resumida una serie de normas, algunas llamativas, como por ejemplo la olvidada de “dar preferencia en la acera a quienes tengan los edificios a su derecha, en el sentido de su marcha”. Otras aún vigentes, como la de que “serán castigados con multas los que ensucien en las calles y plazas y paseos de la población”. En esta se incluían personas y animales domésticos, que en aquellos tiempos eran de las más variadas especies; os recuerdo que muchos vecinos, además de caballos y mulos para el transporte, guardaban en sus bajos y sótanos gorrinos y aves de todo tipo para consumo.

Y otras normas como la que hoy recupero, que, al aprobarse por la vía de urgencia, pero sin estudiar con detalle la normativa de su aplicación, dio lugar a malas prácticas, y resultados indeseables.

En las Ordenanzas Municipales del 55, su artículo 97 recordaba que no sería permitido mendigar por las calles y paseos de la ciudad. El art. 100 decía: “Se evitará que a las puertas de los templos se aglomeren pordioseros e interrumpan el paso. Igualmente se evitará a las puertas de los coches, cafés, tabernas y establecimientos públicos”. Buscaba la autoridad ocultar un problema, no solucionarlo, como sí se consiguió cuando en 1917 surgieron ejemplos como el que en Vigo eliminó de las calles a golfos y mendigos por medio de la creación de asilos y albergues donde se le facilitaba comida y abrigo a cambio de asistir a clases, talleres o realizar pequeños trabajos para la comunidad.

Pero retrocedamos en el tiempo para ver si comprendemos por qué las Cortes de la

II República aprueban aquel 4 de agosto de 1933 la Ley de Vagos y Maleantes, que entró en vigor al día siguiente.

Ya en el siglo XVII se hizo necesario promulgar leyes que controlaran la proliferación de vagos. En esa ocasión el problema lo suscitaban miembros de la alta y baja nobleza, que consideraban un deshonor “mancharse las manos con una actividad manual”. Su medio de vida no estaba claro y finalmente hubo que legislar que serían expulsados de las ciudades si no podían justificar algún trabajo o un cargo que les permitiese subsistir.

Ese problema fue cambiando en su origen, y es así como en 1897 el alcalde ourensano, Manuel Pereiro Rey, publica unas ordenanzas precursoras de esta Ley que sirvieron de modelo para otros ayuntamientos. Los protagonistas eran los jóvenes menores de edad (en Ourense teníamos tradición con los famosos “Graxos das Burgas”, fruto de la desamortización de 1835), que día y noche, abandonados por sus padres y o cuidadores, se dedicaban a “subsistir”.

Después de un preámbulo que justifica la necesidad de la ordenanza, se deja claro que la intención no es buscar el castigo, sino que se pretende corregir antes de que estas faltas terminen desembocando en delitos mayores. Se intentaba dotar a los padres de medios para corregir a su prole. De hecho, a la vista de los castigos que se proponen, es evidente que su intención es educativa. Estos castigos consistirán en trabajos de oficina de la Secretaría, limpieza de jardines y calles de la ciudad y peonaje de la brigada de canteros, según la edad y condiciones de los penados, y nunca la pena ha de ser superior a sus fuerzas.

Realmente la norma iba dirigida a padres y tutores.

1º Eviten que los niños vaguen por las calles causando daños y profiriendo palabrotas.

2º Que desde primeras horas de la noche no les consientan sin causa justificada permanecer fuera de su casa.

3º Que cuando amonestaciones y consejos no basten para hacerse obedecer (…) los pongan a mi disposición, facultándome para dedicarlos a los servicios indicados.

Dicho esto, se promulga el Artículo 95 de las Ordenanzas Municipales de Orense 1897, que dice: “Incurrirán en la pena correspondiente los padres o encargados que deliberadamente abandonen a sus hijos o protegidos”.

Con estos antecedentes y una criminalidad en ascenso, a la que hubo que sumar la extensión del indulto que la República hizo a su llegada, en el que incluyó a delincuentes comunes, fue preciso legislar para atajar aquellos pequeños delitos que por su reiteración hacia complicada la convivencia: hurtos, atracos, daños a la propiedad, agresiones físicas o verbales en la calle…

Nacía así en 1933 la Ley de Vagos y Maleantes. El objetivo final era controlar de alguna manera a “pordioseros, rufianes, vagabundos, proxenetas” y todo aquel que no pudiera demostrar domicilio fijo ni empleo o medio de sustento.

El caso es que una mala legislación y posterior desarrollo llevaron a mucha gente a pasar largas temporadas en las llamadas “Colonias agrícolas” o “Campos de internamiento” o “Reformatorios de vagos y maleantes; da igual el nombre, su existencia no era solución de nada, si acaso motivo de agravar el problema.

Lo más llamativo del tema es que, tras varias modificaciones, en julio del 34 se aprueba el presupuesto para crear las colonias, en 1935 se publica el Reglamento que intenta regularla, en julio del 54 se incluyen a los homosexuales, en 1970 se sustituye por la Ley sobre Peligrosidad y Rehabilitación Social, con la que se incluyen drogadictos, prostitutas e inmigrantes ilegales, y finalmente se deroga en su totalidad el 23 de noviembre del 1995.

Al margen de casos dolorosos, que omitiré por el tiempo transcurrido, en Ourense la ordenanza de Pereiro Rey ha continuado viva en el recuerdo de muchos; me contaba el pontino Andrés, buen y añorado amigo, la vergüenza que pasaba cuando por algún desliz tuvo que dedicar tardes de sábado y mañanas de domingo a la limpieza con escoba de rafia de la calle del Paseo, precisamente cuando más afluencia de chicas había. Lo mismo que cuando el castigado era el amigo César, y en ese caso Andrés se encargaba de hacerse acompañar de todos cuantos amigos y amigas podía para hacerse unas risas a cuenta del penitente. En ocasiones me recordaban estas historias a las sentencias del juez de menores Emilio Calatayud: cuando habían sido varios los días de limpieza y el gandul seguía recayendo se le hacía el paseíllo entre los Juzgados (de aquellas en la Diputación) y la cárcel de Progreso, con la escoba al hombro y haciendo compañía a los reos que ese día tuvieran juicio. Eso y unas horitas en un calabozo de aquellos solía ser buen remedio, pero para algunos, ni así...

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