El ángulo inverso

“A lomos de un burro"

(Ilustración: Alba Fernández)
photo_camera (Ilustración: Alba Fernández)

El otro día en mi aldea de Arzádegos me hablaron de aquel hombre. Se llamaba Gaspar y apareció extrañamente en la aldea en los años 30.

El otro día en mi aldea de Arzádegos me hablaron de aquel hombre. Se llamaba Gaspar y apareció extrañamente en la aldea en los años 30. Traía una valija de médico, un par de mudas, un chaquetón como de ganadero, muy charro y un gran desamparo en la mirada.

Todos los aldeanos supieron que huía de algo. Pero ya sabes, en los pueblos de la frontera no acostumbran a hacer preguntas. Se instaló en la casa de una lugareña. Sólo pidió una habitación. Él cocinaría. Cierto, qué mejor sitio para esconderse que en la ‘raia’ profunda.

Mira tú, los hados hicieron que aquella alejada aldea tuviese su médico. Enseguida se corrió la voz y comenzaron a llamarlo incluso los del lado portugués. Sucedió que era un médico radicalmente naturista. Su humilde habitación estaba llena de frascos que contenían hierbas que él buscaba meticuloso en el monte.

Ay, la leyenda dice que sus manos curaban mejor que las medicinas. Los aldeanos cuentan que era feliz subido al carro de bueyes en lo alto del heno cantando su canción tan amada.

En mi infancia, en casa de mis abuelos se hablaba mucho de él. ‘Facía milagros, como o de Lázaro’. Contaban que sentado a la puerta de su casa cantaba siempre una vieja canción: “Es caminar siempre errante mi triste sino, sin encontrar el descanso en mi camino. / Ave perdida, nunca de hallar un nido amante donde cantar. / Canta, vagabundo, tus miserias por el mundo, tu canto llegará donde tu amor está...”

Ciertos días era decididamente solitario y meditabundo. Otros, lucía una beatífica sonrisa. Y su placer favorito era sentarse en las escaleras de piedra y mirar pensativo el horizonte.

Eran tiempos duros. Aquellas generaciones de paisanos de posguerra sabían sufrir. No había luz eléctrica ni carreteras y las necesidades se hacían en el campo. Don Gaspar Arnes Hernández cobraba en chorizos, huevos o en abrazos. A lomos de un burro iba de aquí para allá cruzando la ‘raia’.

Jamás contó nada de su vida. Corrían rumores de que había huido por problemas de amor. Otros sospechaban que había huido por motivos políticos. Cierto, en esos años su tierra salmantina era un conflicto, una hoguera.

En esa época el párroco de Arzádegos era don Hilario Álvarez. Fue su íntimo amigo. Don Hilario era tío mío. Bueno, digamos monseñor Hilario: el papa le concedió un título nobiliario. Era el único que tenía los datos familiares del salmantino. Sus tertulias eran largas.

Ambos daban largas caminatas a la búsqueda de plantas medicinales. Allá en los sesenta, cuando vivía, yo le visitaba con frecuencia, le preguntaba sobre don Gaspar y siempre me respondía “Eso es un secreto pero aprendí mucho de él, ya ves, pronto cumpliré el siglo”. 

Es inevitable, hermano lector, que te cuente algo de mi tío. Créeme, era un personaje del libro “Cien años de soledad”. Daba misas de un lado y del otro de la frontera, y tenía fama de santo. Ya muy anciano cumplió su sueño.

Se las arregló para traer a los mejores canteros del norte de Portugal. Aún hoy me asombro cómo pudieron atravesar aquellos enlodados caminos tres camiones portugueses. Pues con pasión y valentía logró construir su iglesia. Todavía hoy luce alegre y moderna.

Mi tío, como los curas de aquella época, tenía algo de señor feudal. Durante la guerra civil cuidó de los suyos y no hubo un fusilado a pesar de que violentas camadas visitaban el pueblo. Tuvo la primera televisión del valle. Luz eléctrica en su caserío.

Al predicar conmovía a sus feligreses. Con frecuencia convocaba a los curas de las parroquias cercanas, discutían y después había un gran banquete. Qué razón tiene el padre Fontes de Montealegre “Os curas españois preocúpanse máis dos mortos que dos vivos”. 

(De pronto, viene a mi mente la figura espectral de otro médico, don Agustín Vila, que ejerció en Vilardevós en aquellos años. Veo su imagen: ahí llega a caballo. Son los 50. Todo está nevado. Cuando un paisano llama al médico es que alguien está moribundo.

Él clava sus espuelas. Una mujer lo espera en la puerta de su humilde casa. Algunos niños observamos la escena y esperamos que salga. Por fin salen con buen semblante, parece que va a haber suerte hoy.

El médico va a subir al caballo, ha de atender a otro paciente en otra aldea lejana. “Don Agustín, qué lle debo”, pregunta la mujer. “Ande, tráigame tres ou catro chourizos”.

Que sea este mi homenaje a aquella generación de médicos rurales de posguerra)

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