Santiago Mosquera, caballero de la sonrisa en la adversidad

Si la suerte es esquiva, golpearía por su lado más dañino a quien en su vida profesional entregado al arreglo de tantos traumatismos. Santi Mosquera era ese aun joven y humano médico, ese vecino escueto en el saludo, correcto, sonriente. Nunca creía uno que esa figura que se iba asentando pudiera quebrarse por la adversidad de una infección hospitalaria que le tuvo por algunos años inmovilizado sin perder la sonrisa, cubierta su cabeza de un inseparable sombrero, de invierno o de verano, en sus urbanas salidas en las que ocasión de ser saludado por tantos que le conocían, además de por una familia de 11 hermanos del médico que fue su padre, también llamado Santiago Mosquera, muy ligada esa rama a Tamallancos. Santiago Mosquera González continuando la saga familiar de médicos, como otro de sus hermanos, se licenciaría en Santiago y ejercería la profesión en la especialidad de Traumatología en el Hospital Sta. María Nai durante 25 años cuando un maldito contagio profesional le forzaría a apartarse de la medicina para centrarse en una recuperación, que, finalmente no lograría, dejando entre sus compañeros un halo de competencia y buen compañerismo. Aun creíamos tenerle, darle unas palmadas, comunicarle lo que él aun sin responderte entendía porque te correspondía con una comprensiva sonrisa sin dar una respuesta que no podía. Le recordaremos como ese enhiesto hombre que era, serio pero de fácil sonrisa, con un sentido del humor del que los más próximos gozaron, del que nunca podría sospecharse que constreñido por una invalidante enfermedad. Santi era poseedor de esa sensibilidad, por el tacto de unas manos tan prestas para recolocar un hombro dislocado como para operar el más complicado, pasando sin apenas transición a entregarse a labores de plantación de flores y arbustos en la familiar finca de As Regueiriñas, en Tamallancos. Con esas mismas manos rozando las copas llenas o vacías que hacía cantar contando al mismo tiempo divertidas historias. Una caligrafía no solo trabajada si no virtuosa, no hacía sospechar que propia de un médico. Blanca, su sufrida esposa a la que jamás se oiría queja alguna, sus dos hijas, de las que tan orgulloso se sentía: Alba, jueza, y Carlota en el mundo del teatro y de las artes, todas a él entregadas con mimo uxorio y filial; ellas mantuvieron el cuidado y el amor que se dispensa en las ocasiones en las que la adversidad golpea. Los vecinos lo echaremos de menos, como de otro modo no pudiera ser, por su porte, cercanía, afabilidad y otras virtudes que al íntimo pertenecen. Todos sentiremos la ausencia de Santi por ese halo de proximidad que desprendía. En sus particulares exequias, en las que se recordó a Santi como ese señor de sombrero que tan próximo a la ciudad se sentía que no perdonaba un diario paseo siempre tocado de sombrero que depositado sobre el féretro, como inseparable seña de identidad, cuando fue despedido con un canto a la Libertad, de Serrat, según poemario de Miguel Hernández, una de sus canciones preferidas, acompañando a las palabras de sus familiares a modo de fúnebre oración dedicada a ese caballero de la corrección, la elegancia y el bien estar; una de sus hijas leyó una pieza dedicada a la paterna memoria. Santi, ojalá llenes con tu bondad y humanidad ese mundo que cada uno a su manera imagina, porque tu tránsito por ésta acaso no te haría la justicia que mereciste al truncarse en el último tercio de tu vida. Familia, amigos, vecinos y conocidos te rememoraremos.