El valle herido

JUEVES, 19 DE ENERO Miguel Ángel, ‘Chita’, ama desesperadamente Verín y su valle que él sueña hechizante y perturbador. Se empujó por su alma herida y raiota y rescató los personajes de aquel Verín anárquico, irreverente, ‘fronterizo y clandestino’. El que nace allí, crece con rebeldía obligatoria. Ahora que la máquina que piensa nos agrede para que perdamos la memoria y las nuevas generaciones ya padecen amnesia, es un alivio su libro “Dende A Ponte a Monterrei”. Un carruaje de personajes extravagantes con vida propia. Un delirio de seres prodigiosos que habitaron la villa en tiempos de esplendor. Personajes que parecían salir de ‘Cien años de soledad’. Corría el dinero, los héroes eran los contrabandistas astutos como Ulises. Bares abiertos toda la noche. Algarabía. Fortunas que se jugaban hasta la madrugada. Me contó Juan Manuel de Prada, el escritor zamorano: “Tendría siete años y comencé a ir a Verín con mis padres y abuelos a tomar las aguas. Parábamos en el Lugano. Yo, que venía de la Zamora callada y dormida, alucinaba con aquellos personajes que pasaban por el bar. Siempre había fiesta, alegría y un humor que no entendía. Siempre alguien montaba su número particular y festivo, un humor valleinclanesco que me perturbaba y tardé en entender. Yo le decía a mi abuelo: ‘Este pueblo está lleno de locos e histriónicos”. Lo que vio De Prada lo cuenta lleno de emotividad Miguel Ángel Prieto tal si desvelara el lado oculto de aquellos años. Cierto, fui amigo de su padre, Santos, que vivió con intensidad y emoción. Cuenta Miguel Ángel: “Fuches o gran capitán, xeneroso, nobre e sobre todo valente”. Escribe que una tarde lluviosa y muy raiota, su padre rodeó su hombro y, tal si le bendijese, le dio recado: “Apura a xogada da vida, non deixes nada para o final e goza o día que se posa por diante”. Insiste nuestro autor en el carnaval verinense. Ni en la larga posguerra lograron las autoridades cancelarlo. En mi niñez, ya un mes antes, en la madrugada, sonaban poderosos petardos traídos de Portugal que anunciaban la fiesta. Eran tan brutales que estremecían la villa. Santos, el padre de Miguel Ángel, estaba al cargo de la sala de fiestas en los bajos del cine Buenos Aires. Era un martes violento del carnaval de los sesenta. Miguel Ángel lo cuenta con maestría. Nadie hacía caso a las prohibiciones y la sala estaba abarrotada de máscaras y delirio. De pronto, “un alporizado tenente da Garda civil entrou no local, desfacendo a festa con contundencia, alegando que as máscaras estaban prohibidas por ordenanza gorbernativa. A forza da xuventude raiota fíxose notar e formouse unha revolta indescritible”. Recuerdo aquel día, yo adolescente, Verín parecía en llamas. La multitud se dirigió al casino machadiano “onde bailaban os señoritos sen restrición algunha”. Veo ahora la imagen del inolvidable Grolo y los suyos liderando la protesta. Hubo momentos peligrosos, intentos de entrar a saco en el baile del Casino. “Os berros de viva Rusia! fixeron ‘pupa’ nas autoridades”. Menos mal que Grolo y otra leyenda verinense, Fanfán, calmaron los ánimos y no fue a más. Días después dimitió el alcalde y hubo un aluvión de multas. Ojalá queden restos de aquella rebeldía tenaz, como las recientes protestas por el hospital. Habla el autor: “Verín presumida, arrogante e descarada, lentamente déixase levar polo embruxo entroideiro”. Recupera los apodos de aquellas generaciones que se enfrentaban a la vida impetuosos, sabiendo que es un esplendor el estar vivos. Leo el libro y me pregunto cómo es posible que la habitaran tantos personajes singulares. Aquel gitano, Eugenio, que recorría la villa sin destino con paso urgente. Ahora lo comprendo, quería decirnos “Dejadme, ya vendrá un viento fuerte que me lleve a mi sitio”. Ah ¿Recuerdas, Miguel Ángel, a aquel barbero que tenía su barbería en San Lázaro?. Era bueno en su oficio y muy dado a la juerga. Te juro que yo lo ví, un día sus amigos de correrías lo llamaron y él dejó al cliente a medio afeitar. Qué apodos, Mosquito, Manzurreta, Ciélaga, Pescadilla, Matacristos. El fondo musical de aquellas décadas lo puso la orquesta Monterrei. Manolo, el cantante, cuenta de una tarde en León en que compartían escenario con las dos mejores orquestas de Galicia. No se amilanaron, Pepe Perrallo despegó su acordeón con rabia raiota y las orquestas Compostela y Bellas Farto mordieron el polvo. Cierto es que la orquesta Monterrei tenía la canción con menos letra del mundo. Manolo cantaba “Qué buenas piernas tiene Carolina / qué buenas piernas tiene Carolina”. Eso era todo. (Rescata Edelmiro Mateo, el barman sabio, en su prólogo, el canto del capellán don Pedro Terrón: “Ai Verín, Verín, Verín ! / Deus te salve roliña, / e que o ceo alume / o ten porveñir”. Escribo y sugiero. ’Dende A Ponte a Monterrei’ está escrito con tanta pasión que para leerlo debería ser obligatorio vestirse uno, si no con el traje de cigarrón, al menos con el clásico capuchón carnavalero de Verín).