Funeral en la aldea

A una lejana parienta le tuvieron sus hijos un funeral, tardío como a muchos de los fallecidos en la era covid-19. Esta parienta de cinco varones madre, ya nonagenaria se hallaba en la residencia de Celanova, y me dicen que fue de las primeras en morirse por el famoso virus, o la primera de la provincia. Emilia era la esposa de Francisco Feijoo, Paquiño da Abelleira, como le decíamos sus afectos, aficionado a la pesca cuando se perdía por esos ríos con el tío Justo Míguez. En Rabal da Igrexa asistimos al funeral, con todos embozados, empezando por el oficiante. Rabal también lo es da Cima y en este caso porque está más alto. Los que estábamos de peripatéticos en torno a la iglesia éramos casi la mitad, mientras veía la tumba como tantas en torno a estos templos que terminarán por asfixiarlos. Departía con tres de sus cinco hijos : Antonio, profesor de Instituto; con Servando, proveedor de El Corte Inglés; con Eloy, hoy morando en la brava costa de Fisterra. Solían rematarse con una casi comilona en casa del difunto y donde las risotadas solían reemplazar a las tristezas Si ninguna mujer en esa familia de cinco varones, la descendencia me pareció más de mujeres ahora, aunque pocos se ocuparán de los heredados predios bajo a Virxe da Armada por obvias razones de lejanía alguno y otros porque aunque se haya remozado la paterna casa, herencia de la abuela dicha Concha y para nosotros en vez de Vázquez, da Abelleira, la decíamos, cuando su hijo nos preparaba una cama de paja encima de la montonera de tojos sobre una camioneta del Olimpio, de Gaseosas La Casablanca, rumbo a nuestro viñedo ciudadano que debería estercolarse cada cinco años. Paja colocada con mimo por Paquiño da Abelleira que hacía mullido el trayecto, salvo para uno de los tres que íbamos allí encamados, que por ser un preguntón empedernido y ciertamente incordiante, el lecho era más tenue y en el viaje las púas empezaban a sentirse con el peso. Era una forma de castigo a tanta, digamos, por exagerar, insolencia, de un hermano que más conservas acaparaba en su particular despensa que la nutricia mater familias. El viaje de vuelta en esa camioneta en la que el diligente y educado Olimpio mantenía una prudente conducción acorde con la carga para que no se ladease y con el contenido superior de tres rapazuelos de jolgorio e imprudencias. Lo cierto es que en esos 20 kilómetros no te cruzabas con vehículo alguno, salvo coincidencia con los de empresa Suárez o la Competencia que atendían las líneas de Celanova, Bande o Entrimo, o en los feriados, los autobuses mixtos de Los Amaricanos o el Freire, que más cerdos o gallinas portaban que tratantes. Eran los tiempos en lo que controlaban a su aire las carreteras los motos DKW del PMM(Parque Móvil Ministerios) en manos de los grises o Policía Armada de Tráfico, que se decían chocolateros porque, se rumoreaba, se vendían ya no por una libra si no por pastilla de chocolate. Las leyendas Leyendas de barrio cuando arrogantes pasaban aquellos motoristas de correaje, mas chichoneras que casco y unas motos grises o negras que nos parecían de carrera hasta que aparecieron las Norton o las mismas Sanglas, que incluso dotarían a esas fuerzas, que en medios universitarios eran calificadas como la Gris Trapo, en ridícula rememoranza de la Gestapo nazi. Mas su presencia imponía en tiempos en que cualesquiera dotado de autoridad la ejercía de modo dictatorial, por emanación de aquella jerarquía piramidal, aureolada de divinidad. Los funerales aldeanos ya carecen de esos interminables responsos con la contrapartida o compensación de una cantidad para cada uno. Solían rematarse con una casi comilona en casa del difunto en la que por trasiego de vinos acababa la mayoría perdiendo parte de esos llamados mecanismos educacionales de contención. Y donde las risotadas solían reemplazar a las tristezas. Eran efectos paliativos que tenían la temporal eficacia de la inmediatez.