El ángulo inverso

Incidentes en la tertulia

Alba Fernández
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“No pierda el tiempo tratando de convencer a estos chicos de que dejen por un momento sus móviles. Están adormecidos y no los sueltan nunca”

JUEVES, 13 DE OCTUBRE

Llega el profesor a la tertulia con un ejemplar de la mítica revista La Centuria que apareció allá en 1917 del pasado siglo, que creó Vicente Risco. Va y nos lee: “Hacer que el arte nos rodee y nos acompañe siempre, ya que es lo único que da a la vida un sentido divino. Nos ayuda a vivir otra vida más noble y nos satisface más que la vida ordinaria”.

La revista muy bien confeccionada pasa de mano en mano. Cuando llega a mis manos leo la portada: “La Centuria. Revista neosófica: Orense: España”. Me sorprende la palabra “neosófica”. Enseguida el profesor me responde: “Mira que no saber de esto, burro. Neosófica viene a ser ‘nueva sabiduría”. Va y me señala un párrafo que leo: “Nacer es una afrenta a todo hombre que viene al mundo, nacemos sin consultarnos y se nos castiga. Ni siquiera se nos ha acorazado ni advertido y es como si hubiesen puesto especial cuidado en criarnos flacos de voluntad y de resistencia, fáciles al deseo y cobardes al dolor”.

Todos guardamos silencio, como si estas palabras de Risco nos perturbaran. El profesor está versado en estos temas y cuenta: “La suya sí era una tertulia culta. Pasaban del alemán al francés en un pis pas y ahí al lado, en el número seis de la plaza del Hierro, en una mesa camilla con brasero se hacían las grandes preguntas. Esa leyenda de la Atenas de Galicia es bien cierta. A su lado, nuestra humilde tertulia es como colegial”. Añade el profesor mirándome: “El administrador de la revista llevaba tu apellido, Arturo Noguerol Buján, abogado, gran jurista, amigo íntimo de Risco. Es una pena que esta gente esté olvidada. Otro de los creadores de La Centuria fue el brillante Florentino L. Cuevillas. Y Xavier Bóveda del que, sorprendente, he leído unos sonetos bien engarzados tal maquinaria de un reloj suizo”.

Hoy el camarero libra. Allá me acerco a la barra para pedirle otra tanda de gin tonics. El barman, un poco misterioso, me lleva a una esquina y me dice con voz confidente: “Usted escribe mucho de esto, pero lo que sucede hoy en el local no lo había visto nunca. Fíjese, ahí al lado hay dos chicos y una chica. Muy cerca, dos o tres mesas más allá, está otro grupo de cuatro jóvenes. Observe que están pegados al móvil”. Lo sospeché y agudicé mi oído. Me quedé asombrado porque hablaban entre ellos de mesa a mesa por el móvil.

De regreso a mi mesa, les comento la escena a mis amigos contertulios. El pintor dice: “Hay que joderse, ahí tenéis el futuro, jamás creí que vendrían tiempos con esta forma de comunicarse”. De pronto, el profesor, que ha permanecido callado, se dirige a la mesa de los chicos más cercanos y les espeta un poco cabreado: “Chicos, ¿no estaríais mejor juntos en grupo mirándoos a la cara y conversando?”.

Los chicos lo miran sorprendidos y el que parecía el líder le dice despectivo: “¡A usted qué le importa! Nosotros hablamos como nos da la puta gana. Váyase para su mesa a hablar de temas prehistóricos”. La cosa se calienta, sus amigos estamos a punto de saltar sobre los chicos apoyando a nuestro amigo que se siente humillado. Interviene el barman: “No pierda el tiempo tratando de convencer a estos chicos de que dejen por un momento sus móviles. Están adormecidos y no los sueltan nunca. Venga, calma, señores, la casa invita a otra ronda y brinden por estos tiempos extraños”.

Se relaja lo que parecía una batalla generacional. Pero sucede otro percance. Uno de los jóvenes, de insolente nariz, va al servicio. Al salir, deja la puerta abierta y un olor se extiende. Allá vuelve el profesor y les dice: “Al salir se cierra la puerta, muchachos”. Ahora las miradas se cruzan agresivas. El chico escupe: “No me raye más, antigualla”. Menos mal, vuelve a intervenir el barman. “No es él sólo, los tiempos son así, todos hacen esto y con frecuencia tengo que cerrar esa puerta”. Nuestro barman es un poco filósofo y añade: “Ojalá conociesen la tenacidad de las faenas del campo de sus abuelos”.

(Los chicos optan por irse. “Hagamos autocrítica, como en nuestros tiempos universitarios”. Interviene el psiquiatra pensativo: “Quizás nos pasamos, ¿no será que tenemos un rencor secreto porque son jóvenes?”. Interviene el pintor: “Cuando tenía veinte años, decíamos: ‘hay que eliminar a todo el que tenga más de cuarenta años’. Y ahora estamos aquí, ya con años, sermoneando a estos jóvenes”. Salta el abogado: “Bueno, bueno, pero estoy seguro que si le preguntas por Ucrania o por la nueva y peligrosa presidenta de Italia, no saben. Crecen mimados sin la dignidad del peligro, no pelean y tanto internet los desespiritualiza”. Nos vamos, la tertulia se levanta confusa. Antes de cerrar la vieja revista La Centuria, leo una página al azar: “Andar y caer, correr y hocicar, caerse y vuelta a andar”).

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