El ángulo inverso

Las jodidas corbatas

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photo_camera (Ilustración: Alba Fernández)
He pasado una semana entretenida, recordando los años sesenta

Semana de clausura. 30 de marzo al 4 de abril.

He pasado una semana entretenida. Permíteme, hermano lector, que vaya a aquellos luminosos años sesenta. Cómo es la vida. Yo caminaba por mi terraza y observé en una ventana próxima a una señora. Aunque lejos, percibí en sus ojos mucha melancolía teñida de nostalgia. Así que la abordo con lo clásico: “A usted la conozco, señora. Ay, no sé de qué…” Ella ríe: “Eso le sucede a algunos ourensanos, soy Berta, fui muy conocida en otros tiempos. Bueno, le voy a dar una pista, le diré sólo un nombre: ‘Auria”.

Cielo santo, me digo. Allí más de una generación fue ingenuamente feliz. Bebieron sus primeros cócteles, escucharon las voces de los Beatles y bailaron la conga y el blues de la no tan lejana posguerra. Comenzaba a desaparecer aquella España pobre, sucia, triste y desdichada. Allí se enamoraron, ellos bebieron sus primeros gin tonics, ellas sus primeros San Francisco y la bebida de moda, Licor 43. Sí, Auria fue una bendición para la ciudad. Difícil de creer pero cierto, después de la sala Pasapoga de Madrid, Auria fue la mejor sala de fiestas de España. Cierto, hay una generación Auria. Ay, si en los cines había un acomodador que con su fatídica linterna te iluminaba si acaso te sobrepasabas con la chica, en Auria, sobre todo los primeros años, el vigilante observaba con ojos policiales si te excedías en abrazos o, como decíamos entonces, “metías mano” en exceso. Te exigían corbata, que te alquilaban en la entrada. Vamos, una sala con un certificado de buena conducta.

Pero sigamos con la buena señora y excelente conversadora. Me espeta orgullosa: “Mire usted, desde el día de la inauguración, el 30 de abril de 1960, hasta aquel fatal 11 de julio de 1972, yo he sido la cajera en la barra de la sala Auria. Allí estuve yo, sin faltar un solo día. Qué feliz fui. Ay, la madrugada que cerró atravesé las calles mojadas de Ourense llorando hasta llegar a mi casa. Imagínese usted cuánto han visto mis ojos. A veces hacía también de camarera y hasta preparaba unos excelentes cócteles”.

La señora luce ahora una leve sonrisa: “¿Me pide que le hable del día de la inauguración? Pues asómbrese, la entrada costaba quinientas pesetas, una barbaridad para aquel tiempo, pero ya sabe usted, la apariencia es uno de los males de esta ciudad. Aquella noche fue como de película, todo de estreno e incluso candelabros de plata. Los camareros, impolutos de pajarita. Fue una noche maravillosa en que se acabó el champán”.

“Ya, ya”, le digo yo con picardía, “incluso trajeron los mejores camareros de Madrid y un barman jefe de gran experiencia. Pero cuentan que fue un error”. Enseguida responde: “Pues mire, como decíamos nosotros entonces, nos salieron rana. Tenían todos aquella chulería madrileña, hacían bien su trabajo pero no conectaban con los clientes ni se adaptaron a nuestro estilo de vida. Después sí tuvimos grandes camareros, todos ourensanos, incluso algunos habían trabajado en el Gran Hotel Roma”.

Inevitable, le pregunto por los artistas que más le emocionaron. “Lo que no saben los ourensanos es que la primera vez que actuó en directo Julio Iglesias fue en nuestra sala. Su padre fue médico en esta provincia y eran familia de los Puga de Radio Ourense. ¿Que cómo estuvo Julio? Pues mire usted, hizo lo que pudo, no sacaba las manos del bolsillo y estaba rígido casi como una estatua. Pero desde que cantó ‘Gwendolyne’ se ganó el aplauso del público hasta el final. Ay, tengo grabada en mi mente aquella noche gloriosa con el Dúo Dinámico. Y aquella gitana que bailaba con los pies descalzos, la Chunga. Qué bien Los 3 Sudamericanos, en fin, desde Marujita Díaz hasta Raphael, todos los grandes pasaron por allí. Y no olvide, nosotros teníamos una magnífica orquesta que llevaba el nombre de la sala, liderada por los inolvidables hermanos Cudeiro. Y hasta tuvimos grupos, como Los Murciélagos, tan asiduos que ya eran de la casa.

”Qué tiempos, como salía a las tres de la mañana o más tarde, y estaba muy mal visto ver a una mujer sola, ¿sabe lo que hacía? llamaba a un sereno de mi zona y me acompañaba casi hasta la puerta de casa, le pagaba cincuenta pesetas. No es por presumir, pero tenía mis admiradores, siempre fui simpática y, como dicen ahora, empática. Ay, en la barra también escuché paciente confesiones de algunos clientes que quizás la vida maltrataba. Sepa, yo soy religiosa y creyente, tenía un novio con el que me casé y tuvimos dos hijos. Él tenía un pase gratuito, se ponía en una esquina y nos mirábamos románticamente”.

Le pregunto por la noche más hermosa. “Sí, hubo noches de exceso en que nuestro bote de propinas estaba lleno de billetes. Eran una barbaridad aquellas bodas de los mexicanos millonarios de Avión. A veces había una mezcla extraña. Llegaban con sus Mercedes y traían en un autocar a casi todo el pueblo de Avión”.

(Cuando cerró Auria, la ciudad sintió el cierre como si le amputaran una seña de identidad. Qué tristeza, nadie se acordó de recuperar las hermosas pinturas de Quessada que cubrían las paredes de la sala. Pero era el 72, hermano, y venían otros tiempos. Tomó el relevo la irreverente sala Mr. Flinn, con Majarón al frente. Las corbatas que exigían para entrar en Auria mudaron en chaquetas de cuero, música de los Stones y chicas que cambiaban el uniforme colegial por una minifalda en los servicios.)

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