Manuel Rodríguez Fernández (Exmédico de familia)

Posiblemente a “don Manuel”, los jóvenes menores de 15 años no le conozcan, pero si residen en nuestra ciudad seguro que sus padres y hermanos de más edad les habrán hablado de él. Si fuera uno de los animales de mi selva, sería un castor de los ríos de Canadá: inteligente, pacífico, laborioso, pero sobre todo humilde y muy solidario con los animales de su entorno. En unos tiempos en los que la Seguridad Social empezaba a implantarse en nuestros país, don Manuel, al igual que otros muchos de su generación, nunca regateo su presencia y ayuda allá donde le reclamasen. No importaba el día, la hora, sólo precisaba saber quien le necesitaba para acudir presto y diligente a cualquier domicilio, incluso de una periferia mal comunicada.
 

Me lo presentaron Pepa, una amiga común, y su encantadora esposa María (ya era cliente mía). Yo tendría 19 años. Él me recordaba a Gregory Peck en “Matar a un ruiseñor”, alto, delgado, elegante, con una aparente frialdad que no podía esconder su ternura con los demás. Desde entonces, y como en otras muchas familias, fue una institución muy importante en la nuestra y siempre ha estado presente en los momentos más transcendentes de mi vida.

Al igual que muchos compañeros de su generación -Jesús Blanco, Eustaquio Álvarez, Manuel Varela, Andrés G. Míguez, Luis Gallego y otros muchos que siento no recordar- don Manuel ejercía su profesión como un vocacional apostolado, sacrificio, disciplina y sobre todo con grandes dosis de solidaridad con sus enfermos, muchas veces sin pedir nada a cambio. Entonces el médico era un consejero familiar, depositario de miserias humanas, necesidades económicas y que en ocasiones después de ejercer su función de médico contribuía a paliar con su proverbial generosidad.

Sin pretender extrapolar en el tiempo la función del médico de familia, es evidente que como en otras muchas profesiones vocacionales, la medicina ha perdido algo de cercanía y humanidad, casi nadie quiere ejercer tareas que impliquen muchos sacrificios, y es natural que en una forma de vivir con prisa, en una sociedad consumista, el valor más importante sea ¡cuánto tiempo tengo! Cada uno se sale por “su tangente” y acomoda vocación a estilo de vida. En estos tiempos en los que una ciega sociedad obliga a personas como don Manuel a jubilarse sin aprovechar sus conocimientos (por poner un ejemplo, en la universidad), tendremos que recapacitar y mirar un poco al pasado, donde también hay muy importantes lecciones que aprender.

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