De la nobleza local y la de los epíscopos

Y como de personas de alcurnia va la cosa, me cuenta quien tuvo relación diaria como proveedor del personaje, que no otro que la benefactora marquesa de Atalaya Bermeja, título heredado de su madre que lo había comprado y también el de condesa del Valle de Oselle o, supuesto popular, del Valle Suchil, Angelita Varela (Angela Santamarina, que no era tal el apellido sino postizo por heredado de una tía que la crió) de esta mujer nacida de un rico terrateniente ourensano en Argentina, Ramón Santamarina, prohombre del lugar que broncínea estatua sedente tiene en la ciudad de Tandil (150.000 habitantes), en la provincia de Buenos Aires, cuna del tenista Juan Manuel del Potro, para dar una referencia última, establecida en la ciudad desde la infancia con varios hermanos que retornarían a Argentina, casaría con Isidoro Temes, hidalgo de noble familia de hasta 4 escudos adosados a enhiesto edificio de a praza do Ferro, fundadores de la almenada iglesia, torreón, muralla, y del colegio Santo Angel.

La tal dama y prematura viuda que en la servidumbre llegó a tener hasta 6 doncellas, imponía una estricta etiqueta que obligaba a todas a retirarse de su presencia caminado hacia atrás sin darle nunca la espalda; también su chófer estaba sujeto a esta reverencia. Yo pensaba que esa forma de protocolo, por no decir trato, pertenecía a la Baja y Alta Edad Media refiriéndose a emperadores chinos, monarcas, familias nobiliarias o de altísimos dignatarios eclesiásticos y que esas reminiscencias no se darían en el siglo XX, pero sí que se dieron.

Es una curiosidad que no deja de sorprender en quien se distinguía por sus obras pías. Todas las personalidades que por acá caían eran invitadas a tomar un café o un té al palacete donde habitaba, esquina Sto. Domingo con Cardenal Quiroga, con Rey Soto como confesor espiritual a modo de capellán al que ayudaría a incrementar la biblioteca del monasterio de Poio, en Pontevedra, de cuya familiaridad y conexión los maledicentes amoríos suponían. Otros clérigos gozarían de su amistad.

Ejercía de anfitriona única en los atardeceres cuando invitaba a lo más granado de la sociedad auriense. La poco agraciada marquesa allá por el 56 fallecía a los 92 dejando su urbano palacete a las monjas; vajillas y mobiliario para que lo administrase la Fundación Santamarina Temes, que se encarga del colegio Santo Angel, de la Residencia femenina Universitaria…

Y que también aquel que nos parecía aristocrático obispo por amante del purpúreo ropaje de dignidad, anillos, tiara, báculo, zapatos repujados de brillantes que fue Blanco Nájera, de tal boato en un régimen que brillaba en simbología y ropajes no solo de militarotes entorchados, sino de civiles con cargos en la administración, imponía también la pompa y el boato a los eclesiásticos, lo que podría suponer contraste por los humildes orígenes de este obispo que regiría la diócesis del 1944 a 1952, sucediendo en la mitra al mismo y austero Don Florencio Cerviño, arribando Blanco Nájera, a una ciudad cuasi mística, como de otro modo no podría ser cuando todos colonizados desde la cúpula por esa ola ultracatólica de posguerra.

De lo que Museo, hoy en interminable reconstrucción, antaño más castillo episcopal fortificado que palacio, de más de media docena de torres, que fueron demolidas sucesivamente a través de los siglos a medida que los obispos fueron perdiendo poder temporal como señores de mesnadas, castillos y cobradores de impuestos en los oscuros tiempos de su pugna con el concejo local. El palacio, residencia de obispos, se trasladó al que había sido seminario Mayor de la Alameda.

Este obispo, cofundador de las monjas del Divino Maestro con colegios para pobres extendidos por el país y la América de habla hispana, como correspondía al impuesto protocolo religioso, llevaba, como preceptivo en aquellos tiempos, bajo palio al mismísimo dictador perpetuo (1936-1975) cuando ese privilegio en el mundo católico solamente reservado al Altísimo. Claro que el Caudillo lo era por la gracias de Dios, y la distinción reservada a los que de ese don gozaban.

Usaba de tal ornato el obispo Blanco Nájera que hasta levantaría la admiración de uno de nuestros preclaros toliños, Toñiño de la calle de Villar, que semi escondido en el portalón del Liceo, al paso de tanta pompa episcopal en una procesión de semana Santa, impactado e incontenido, exclamaría: ¡Bispiño, carallo!

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