“Le roi des airs” movilizó a dos mil ourensanos

Hasta la fecha, no se habían movilizado tantas familias ourensanas, en un solo día, para asistir a un acontecimiento lúdico, fuera de la capital. Pero, la fiesta de la aviación era un espectáculo único. Nadie quería perdérselo. Máxime, si quien volaba, a tan sólo cuatro leguas de la ciudad, era el intrépido aviador, Pepe Piñeiro. No era un secreto que venía de arrebatarle el primer premio en Burgos, a Vedrines y a Poumet -les chavaliers du ciel-. Como se preveía, la asistencia fue multitudinaria. Llegaron de todas partes de Galicia. Incluso, en la ciudad del Lérez se había suspendido la novillada, para que no se solapasen ambos eventos. Ahora bien, aun así, los que más se habían desplazado a través de los trenes correos de Madrid, del especial de 15 unidades, o de los automóviles de línea y los coches particulares, habían sido los ourensanos. Ocupaban más del 30% del aforo que algunos periodistas cifraban en 6.000 espectadores, y, la Benemérita, que tenía de servicio a cuarenta guardias civiles, cuantificaba en 8.000. Las fuerzas de seguridad habían tenido en cuenta los 3.000 asientos de butaca, los 35 palcos, capaces de albergar veinte personas cada uno, y, además, había sumado la gran cantidad de gente que estaba apiñada de pie. El Heraldo, incluso, elevaba, a 12.000, la cifra de los asistentes. Fuera como fuese, lo cierto era que los espectáculos aéreos atraían a una nutrida multitud. Si, en 1.821, el público se quedaba absorto viendo cómo se elevaban los globos, ahora, más aún. El aviador entre el motor, la hélice y las telas, impresionaba. Aquellas, “pou du ciel” -pulga del cielo-, como decían los franceses, elevaban la adrenalina del espectador. Cada vez que Piñeiro, con las filigranas en el aire, desafiaba la fatalidad, se mascaba la tragedia. La aeronáutica todavía estaba en pañales, y, lamentablemente, rara vez, finalizaba una fiesta de la aviación, sin que hubiese incidentes. El festival del aire de San Cristóbal, realizado el domingo 13 de Julio de 1913, tan sólo dos años después del nacimiento de la aviación militar en España, por desgracia, tampoco fue una excepción. No faltaron agoreros supersticiosos que lo achacaron a volar en día 13, aunque no fuese martes. Luego, el incendio que se producía en el aserradero cercano a la estación, al mismo tiempo, que se precipitaba Piñeiro sobre las cepas, parecía cargarlos de razones. Mas, por suerte, no hubo que lamentar desgracias personales, sino sólo materiales. Con todo, aquella fecha era la única que tenía disponible Piñeiro, tras el traspiés de Ferrol. La Comisión de festejos no lo dudó. No quiso desaprovechar la ocasión de que se hiciese una exhibición aérea el mismo año que la villa acogía la V Asamblea Regional Agraria gallega. Era un hito acometer dos eventos tan importantes en la capital del Ribeiro. Y, en este marco programático, nada podía superar la expectación que generaba José Piñeiro, el piloto civil ferrolano, que se había formado en la Escuela de Pau, en donde Louis Blériot tenía su residencia invernal, y que ahora competía de tú a tú con los pilotos franceses, en un espectáculo en el que no tenían rival. El “águila de Galicia” obtenía la licencia de vuelo, en diciembre de 1912, y, en poco tiempo, era un invitado de excepción, junto con Poumet, en la botadura del acorazado Alfonso XIII. Un día, para él, aciago. Cae al mar. El percance supuso la suspensión del festival de aviación que estaba programado, para mayo, en Ribadavia. No obstante, el piloto se compromete a volar en la villa, después de cumplir con el contrato que tiene adquirido con la ciudad de Burgos. Allí, cosecha una gran victoria rizando el rizo entre las torres de la catedral. Y, eufórico, le hace llegar, a la Comisión del Avia, un telegrama en donde confirma su asistencia el 13 de julio. Desde ese instante, nada se deja al azar. La banda de música La Lira prepara el repertorio y se organiza el ordenado tránsito de la multitud desde la villa al improvisado campo de aviación de San Cristóbal. Fue un éxito. Ya con el rugir del Blériot, a las siete de la tarde, cuando el sudeste de las primeras horas remitía, comenzó una función de diecisiete minutos. Se vivieron todo tipo de emociones, inclusive, se palpó la tragedia. El monoplano cayó como un pájaro malherido entre las viñas. Y, cuando, de repente, el piloto se levantó ileso, se desató la locura. El avión tenía serios desperfectos en la hélice, en el tren de aterrizaje y en el desestabilizador. A la postre, la suscripción que abrió la Comisión, tan sólo le permitió paliar un 8% de los gastos. José Piñeiro veía como de nuevo peligraban sus contratos por los que dejaba de ingresar 70.000 pts. En ese año, desde el accidente en Ribadavia, no pudo participar en otros vuelos en España. Eso sí, se dedicó, exclusivamente, a preparar su monoplano para cumplir con los compromisos que tenía adquiridos en diciembre con el Centro Gallego de Buenos Aires, en Argentina. Aun así, aquella experiencia vital, quedaría para siempre viva en su recuerdo. En Vigo, cuando embarcaba con su mecánico, Ignacio Durán, en el Bahía Laura, un trasatlántico de una compañía de Hamburgo, para partir a las Américas, a las preguntas de la prensa, en relación con el Blériot, contestaba: “Aquí lo tenéis. Sirve para todo. Con deciros que hemos hecho la vendimia allá en el Ribeiro…”. Y era cierto. Había aterrizado entre las viñas, para evitar lo que hubiese sido una catástrofe.