OURENSE DE AYER

San Martín y los magostos de antaño

magosto_result

La fecha de la campera fiesta ensalzadora de la autóctona castaña era la misma en el pasado; eso no ha cambiado, pero las formas un poco sí.

Quiero traer a este “Ourense de ayer” unas cuantas características acerca de cómo eran, cómo se desarrollaban los magostos de antaño en los montes de los aledaños de nuestra ciudad; que por cierto distaban bastante en pautas de cómo es esa celebración ancestral en la actualidad, en la que poco queda de aquella esencia que, al menos a mí, me parecía más natural y divertida, al realizarse fiel a las tradiciones que íbamos heredando de nuestros antepasados. Efectivamente, la fecha de la campera fiesta ensalzadora de la autóctona castaña era la misma; eso no ha cambiado, pero las formas un poco sí. Aquello era más simple, más natural, con menos artificio y más entrañable. Nos reuníamos rapaces y rapazas, por barrios, por pandillas, por “grupetos” de amigos, por vecindad, por edades, o por cualquier otro motivo; y en las primeras horas de la tarde del día de San Martin emprendíamos “el viaje” al lugar previamente acordado para encender la fogata. Se daban otros escenarios, como era el patio de cualquier casa de vecinos, o la era del barrio si se trataba de los aledaños de nuestra ciudad, pero estos no tenían la “enxebridad” propia de la quema de las castañas en pleno campo montaraz, agreste, cerril…

Había unas cuantas zonas alrededor de Ourense cuyos parajes eran más apropiados y deseados para realizar el evento: el Seminario, Montealegre, Ceboliño, Piñor , A Tapada (hoy Covadonga), los Cotos de la Rula y el Roque, el faldón de Reza etc.; estos que yo recuerde. Si era posible, siempre sitios altos, para que destacara el humo de la fogata. Pero las pandillas más osadas llegaban a Cova de Lobo, obviando las más fáciles cercanías, porque ya solo el desplazamiento (a pie, claro) era una continua fiesta, cánticos, bromas, chistes… exaltaciones de la amistad, flirteos chicos-chicas de algunos que se separaban del grupo, algún que otro arrumaco…

Entonces el magosto era eso, llegar al sitio escogido, posar los bártulos y buscar “frouma” y hojarasca para encender el fuego de un ramaje seco del diverso bosquejo de nuestros montes, generalmente pino, o como mucho ramas de “carballo” desprendidas en el pasado estío, pero poco más, para asar entre las brasas las incontrolables castañas, que unas veces se quedaban crudas y otras torradas e incomibles. Pero la fiesta no era la calidad del menú, sino el cachondeo, el baile alrededor del fuego, el ambiente “jolgórico” del grupo, la caminata hasta el sitio y luego el regreso. Normalmente la cuchipanda consistía básicamente en castañas y vino tinto, que se solía llevar en las clásicas botas para beber a chorro, siendo aportado por la familia de alguno que hubiese tenido una buena cosecha, y eso sí, pan de Cea “a esgalla”. La fiesta era mas importante por el “aspecto social” y la conmemoración del día que por las características y la calidad del ágape, porque la alegría y el éxito lo producía el morapio y la buena voluntad de pasarlo bien, en desenfadado ambiente, bromas y narración de chites a veces subidos de vueltas, como era natural en tan singular escenario.

Tras descomponer un poco el fuego “esborralándolo”, para recuperar las castañas ya asadas, o carbonizadas mejor dicho, llegaba el momento de degustarlas, en un coro formado por todos sentados en el suelo. Se bebía se cantaba… Se alzaban los tonos por momentos. Era seguramente la fiesta en que se permitía por primera vez la celebración de forma conjunta entre mozos y mozas, alejados de un ambiente más cercano a la propia vecindad. Suponía la alternativa concedida por los progenitores para jolgorios unisex, en una época en que aún estaba patente hasta cierta edad la educación juvenil separada por sexos. 

Hoy no es así. La ancestral fiesta se fue diluyendo conservando la fecha y el nombre. Ahora se llevan al monte barbacoas portátiles, se prepara una suculenta churrascada, se recurre a las litronas de cerveza, al calimocho, coca cola, se lleva música enlatada para no tener que esforzarse cantando; y hay grupos que llevan mesas y sillas plegables porque sentarse en el suelo les resulta muy incómodo. Ah, y organizan el magosto en lugares a donde puedan llegar en coches, evitando tener que asar castañas en el suelo, ya que eso no mola por que se manchan las manos con la ceniza.

Por tanto, aquello era otra historia, tenía otro caché que los veteranos recordamos. Se mezclaba la ingenuidad con la picardía, la sencillez con la desbordante alegría, la sensatez con la juerga, se suplían los inconvenientes con mucho celo y unos “grolos” de tintorro, que eran un buen lubricante para que las castañas no se “empapulasen en la garganta”. Mozos y mozas brincábamos por encima de la fogata, y no faltaba el consabido “aturuxo” entre cantar y cantar, que era contestado por la garganta del tenor cualificado de otro magosto más o menos lejano.

Las hogueras abundaban (hoy se ven menos) y paradójicamente los montes no ardían como ahora. Así era la natural, insisto la natural fiesta de magostos del 11 de noviembre, día de San Martin de cada año; que para los orensanos significaba más que para algún otro pueblo de Galicia en los que de modo más tenue parece que también se celebraban. Y el sarao se acababa cuando ya en plena noche había que abandonar el monte para el regreso, eso sí con las caras de unos y otras maquilladas con el tizne de las ascuas extinguidas del fuego de la fiesta. Y a esperar otro noviembre para celebrar otro magosto.

Te puede interesar