HISTORIAS DE UN SENTIMENTAL

Segundo Alvarado, el mejor director de teatro no profesional

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photo_camera El riguroso montaje de “Donadieu”, en el Teatro Losada en 1966.

Hombres del entusiasmo, la preparación y el amor al arte de Talía, como Alvarado, contribuyeron a que esta ciudad nuestra fuera considerada “La Atenas de Galicia”.

En 1966 (año en que ganamos todos los festivales de teatro joven de España), escribía en La Región Carlos Almendares (en realidad, Isidoro Gwede, el subdirector del periódico) que Segundo Alvarado-Feijoo Montenegro era la representación personal del entusiasmo. Puedo avalarlo con todos aquellos que, como yo mismo, fuimos sus discípulos en los grupos de teatro que dirigió y creó, desde el de Cámara y Ensayo al “Valle Inclán”. Ya he contado alguna vez que tanto Modesto Higueras como José Tamayo, los dos directores de teatro más famosos de España, consideraban a Alvarado el mejor colega no profesional que dirigía teatro en este país.

Hombres del entusiasmo, la preparación y el amor al arte de Talía, como Alvarado, contribuyeron a que esta ciudad nuestra fuera considerada “La Atenas de Galicia”. En Ourense, a lo largo de los tiempos, florecieron masas corales, recitales, grupos de teatro, bandas de música, conferenciantes, charlistas, escritores, hombres del cine, pintores, escultores y artistas varios, con sentido de la creatividad y el arte. Pero hay algo más, el sentido ecuménico, universal. Ese espíritu tan ourensano se puso de manifiesto en uno de los últimos homenajes, de los varios que recibió en vida Alvarado. Fue en el Pingallo. Recuerdo que un conocido personaje de la ciudad resumió mejor que nadie quién era nuestro recordado amigo. Aquel veterano comunista me dijo: “Ya ves, Alvarado es de derechas, pero aquí estamos todos los rojos de Ourense”. Y era cierto.

Por eso, siempre he sostenido que a Alvarado le debe esta ciudad una calle, porque llevó con sus muchachos el nombre de Ourense por toda España, ganando los certámenes de teatro, o asombrando con la “profesionalidad” de aquellos aficionados en festivales de España o el prestigioso Festival de Teatro Greco-Latino de Málaga o en el Galardón del Duero.

Alvarado poseía una de las mejores bibliotecas de teatro que se haya conocido y estaba al día de las más modernas técnicas teatrales. Ensayábamos en un local cedido por la Diputación en el mismo edificio de la institución. En 1965, aquellos chavales aprendíamos las técnicas de Konstantín Stanislavski, un mito del teatro, actor por sus técnicas, creador del método interpretativo Stanislavski y cofundador del Teatro de Arte de Moscú.

Alvarado nos hacía trabajar en tres grandes bloques: vocalización y lenguaje; movimiento en escena, y asunción del personaje. Es decir, que cada uno de nosotros, hiciera el papel que hiciere, aprendía a dejar de ser uno mismo para ser el personaje. Y eso no era fácil para chicos y chicas de 18 años.

Si uno repasa los viejos programas de aquellos tiempos, asombra que en pleno franquismo nos atreviéramos con Chejov, Anouilh, Mishima, Valle Inclán, Casona, Cervantes, Cunqueiro, Blanco Amor, Hochwälder, Pirandello y otros muchos. Segundo nos enseñaba que todos los personajes son importantes en una obra, con independencia del papel o de su extensión y, de este modo, todos éramos iguales; si bien tenía especial talento para encajar a cada uno donde mejor lo hiciera por sus propias posibilidades.

Era tan perfeccionista, que cuando montamos “Donadieu”, la obra con la que ganamos todos los certámenes de teatro en 1966, para una cena que forma parte del libreto, hacía que efectivamente cenáramos dos pollos al estilo en que se comía en el siglo XVII.

Ya he contado que mi propia peripecia personal, como se sabe, tiene mucho que ver con Alvarado. Con él hice teatro, el teatro me llevó a la radio, la radio al periodismo y este a la docencia universitaria, donde ahora paro. Por eso, con perspectiva, puedo decir que Segundo no solamente fue para mí, como para todos sus pupilos, un maestro riguroso en las cosas del teatro, sino sobre todo en las cosas de la vida.

Por eso, me gusta rememorar, siempre que tengo ocasión, una sabrosa anécdota que confirma cuanto digo. Representábamos la “Antigona” de Anouilh en el Teatro Romano de Málaga. Mi papel era el de Hemón, el novio de la hija de Edipo. Sus hermanos Eteocles y Polinices se han batido por el trono de Tebas. Ambos mueren en batalla. Creonte, padre de Hemón, sube al trono y decreta el entierro digno de Eteocles y el abandono en las puertas de la ciudad del cadáver de su rival. Antígona se rebela ante la orden y la burla repetidamente para dar sepultura a su hermano Polinices, hasta que es condenada a muerte.

Era una obra compleja, con muchos actores y una enorme carga dramática. Los ensayos fueron rigurosos y el montaje quedó perfecto, aunque Alvarado nunca paraba de mejorar.

Cuando Hemón se entera, acude a su padre, y sostienen un diálogo de enorme fuerza y emoción. La parte esencial es un largo monólogo en el que el joven griego implora a su padre el perdón para su amada. Mi entrada se producía con la escena semivacía y en sombra, sobre la que se proyecta la figura del Rey. Durante los ensayos, había llegado a conmover tanto a mis colegas, Segundo incluido, que hasta los hice llorar más de una vez en el local de la Diputación donde ensayábamos. Era una cuestión de medida.

En este tipo de obras es esencial mantener el equilibrio, pues de lo trágico a lo sublime apenas cabe nada. La noche del estreno, animado por el calor del público y la estimulante noche malagueña, olvidé las enseñanzas de Alvarado y cometí un pecado imperdonable: sobreactué.

Mi entrada en escena consistía en una sola palabra, a partir de la cual, soltaba todo mi emocionante discurso. Tenía que decir sencillamente: ¡Padre!, y añadir: ¿qué has hecho? Lo había ensayado mil veces hasta dar con la medida exacta. Pero en esta ocasión, olvidé los matices aprendidos y mi voz sonó excesiva, exagerada, sobreactuada…..Y, como era de esperar, ante aquella aparición el público se rio. Es tremendo, porque te quedas descompuesto. Pero allí estaba Alvarado y su maestría.

A toda velocidad corrió tras el escenario hasta colocarse a mi altura y me gritó: “¡Por Cristo bendito, Fernando, quieto!: ¡Recupera el tono dramático¡”. Así lo hice. Cuando el público guardó silencio, me instalé en la clave de mi personaje y pude decir mi monólogo en medio de un silencio sepulcral. Yo notaba al auditorio emocionado y atento. Cuando callé y me volví para salir de escena, una estruendosa ovación, como suele decirse, despidió mi mutis. Y yo respiré aliviado.

Alvarado me dio un abrazo.

Aquella lección fue de gran utilidad en la vida y en muchas ocasiones me vino estupendamente saber recuperar el tono que la situación exige.

Como todos los hombres geniales y con carácter y sabiduría, Alvarado fue generoso con todos sus discípulos, si bien no todos fueron igualmente agradecidos como deberían, precisamente, alguno de los que más le costó pulir, que luego se dedicaron al teatro profesional. Menos mal que antes de morir, alguno de aquellos ingratos le pidió perdón.

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