Aquellos singulares de mi barrio

Por aquella postguerra más circulaban los apodos que los nombres propios. Así que raramente era conocido alguien por su nombre de pila. Como la memoria traiciona la realidad más de lo que uno quisiera, traer a colación a todos los que por A Carballeira pululaban, tarea imposible, pero aún se recuerdan retazos de los personajes que la poblaron. Seguimos conociéndonos por los motes, que eran muy elocuentes; muchos de los titulares de los tales han desaparecido por mor del tiempo transcurrido, que más de una centena de años hoy tendrían. De entre los singulares un personaje al que traíamos de cabeza con nuestras golferías era Antonio, Setecabezas, que no es que las tuviera sino que reconocida su titulación por ser hombre sentenciudo, no creo que por gran inteligencia, pero sí reflexiones, que esto parecían a juzgar por la seriedad con que las decía, aunque obviedades. O Setecabezas nunca podría tener ni seis, ni cinco, ni cuatro sino siete; es como si “o carallo vintenove” le quitases alguna cifra, al Sete, que podría decirse o parecer a extraños que cabezón, no lo era ni de lejos aunque de cerca podría cualquier extraño saber por qué así nombrado. Al Setecabezas lo traíamos frito por tantas pelotas embarcadas en su bien cultivado viñedo y reducida huerta por lo que se la pisábamos; si él oculto estuviese en ella, como en más de una ocasión, sacaba de navaja y pinchaba nuestro balón. Se fue tempranamente cuando cábalas y aún chistes se hacían de cómo encajar la tal cabeza en el ataúd. Otro personaje fue Chito. Pero éste un singular o lo parecía porque el solo aroma del vino bastaba para tenerle en un estado de más que intermitente embriaguez. Este sí que hacía gala de cierta gracia en los atardeceres caniculares, que alguna vez remataba cayéndose desde algún árbol de poco porte en la mullida acera de yerbas tapizada, o dando el salto directamente a la piltra por la ventana que una hermana le tenía abierta, con tanta habilidad que nunca noticias de ingreso hospitalario se tendrían por aquellos pagos. Chito en sus momentos de lucidez onírica no hacía más que repetir a Truman y más Truman, como coletilla a cualquier sinrazón y aún con ella lúcida. Emilio, el capitán Bombilla, lo fue después, que antes Tojo, porque en la solapa lucía el tal y florido, como luego la bombilla incrustada en la gorra de plato. También éste se creía Truman, acaso Franco que no decía, Stalin (una osadía para la época), Churchil y nunca Mao, que quedaba un tanto lejano para los conocimientos de entonces o los suyos. Se decía que arribado al estado de toliño por los amores no correspondidos con hermosa joven. De diaria cita con la ciudad, podía desplazarse desde Cabeza de Vaca, A Valenzá, As Airas o Parada arropado por la solemnidad de una guerrera llena de trabillas y entorchados y con menos condecoraciones de las que, acaso, quisiera. Era otro singular con el que hasta podías trabar coherente diálogo, dotado de una finura sin igual como irradiando cierta autoridad dimanada de un uniforme en el que solamente desentonaban los pantalones y zapatos, ajados unos y no relucientes otros con aquella disonante chaqueta de almirante en plaza. O Pedriño das Lamas, citado en más de ocasión, de similar edad a la que nosotros por aquellos años, con una pronunciada cojera de pata de tal avería que solo para rígido apoyo valía, venía como dando tumbos, porque más que caminar corría por mistos a la tienda del Turzós, en una fidelidad inquebrantable, por diaria, también. A una siempre cantinela nuestra de - Pedriño, ¿onde vas? - Vou por mistos, carallo. Los compraba y a la vuelta nos los mostraba como orgulloso de una misión por nadie encomendada. Alguna vez en nuestras trapacerías quisimos arrebatarle, con intención de devolver, los 10 céntimos o perra gorda que entonces se decía, pero no había manera de distraerle ni con los halagos de que el zorro hizo gala aludiendo a la hermosa voz de un cuervo subido a una rama cuando le invitaba a exhibir su canto para que soltase el queso.