EL ÁNGULO INVERSO

El zorro y los mozos

Mi memoria regresa a esos felices años. Me veo: un niño exultante al que los Reyes acaban de dejar una armónica, una espada y un caballo de cartón. Y un libro lleno de dibujos de Doré que me fascinó al instante: Don Quijote de la Mancha. 

Inevitablemente sucumbo a la nostalgia. Ay, todavía no existía carretera, ni luz eléctrica. Año 1959. Perduraban los hábitos milenarios, el arado romano, el lento carro de bueyes y el horno colectivo donde se amasaba el pan centeno.

El desvencijado autobús de la empresa Ortiga nos llevaba de Verín a Vilardevós. Allí nos esperaban las caballerías y ocho kilómetros por las montañas cubiertas de nieve para llegar a Arzádegos, para mí la Comala de Pedro Páramo. 

Los burros resbalan en el camino helado. A veces aparece el zorro, nos mira y después con el rabo borra sus huellas por si alguien le persigue. Otras, nos encontrábamos con algún humilde pescadero, que portaba en su caja de madera jureles recubiertos de hielo. “Son buenas gentes que viven/ laboran, pasan y sueñan/ y en un día, como tantos,/ descansan bajo tierra”. Ay, Machado, siempre Machado, don Antonio. Leerlo es curativo, bien cierto.

Íbamos felices a lomos de los burros. “Buenas tardes, que Dios les acompañe”, es el respetuoso saludo de alguien con paso apresurado. 

Llegamos. Los perros nos reconocen, mueven el rabo alegremente. La aldea huele a roscón y fiesta. Las carnes se doran en el espeto de la lareira. Ahí está mi abuelo, otra vez Machado: “Mustia la tez,/ el pelo cano,/ ojos velados por la melancolía”. Hay mucho bullicio en el comercio. La frontera está ahí, a tres kilómetros. Es 5 de enero, víspera de Reyes. Oportuno día para el contrabando. El cabo y los guardias festejan la visita de familiares. Se descuida la vigilancia en la raia. Los fardos están listos en un rincón discreto del comercio. Dieciséis mozos están preparados. La ceremonia: un largo trago de espiritoso licor café. Silencio total. Mi abuelo, fiel a su costumbre: “Que la Virgen de los Dolores, nuestra patrona, os proteja”. Ahí salen. En estampida, tal Aquiles, “el de los pies ligeros”, hacia el lugar secreto y convenido. 

Es ya medianoche. El abuelo ordena echar más leña al fuego. Fuma, inquieto, cigarrillos liados con maestría. Siento que la magia navideña cubre la aldea. Fuera caen finos copos de nieve. 

Se oyen risas en las calles enlodadas. Buenos presagios. Alguien, enfundado en gruesa zamarra, da tres toques en el cristal de la ventana. El abuelo, satisfecho, se retira a dormir. 

Ay, pero en el pueblo nadie duerme. En casa Belecha la timba abunda en escudos y pesetas. Humo de xarotos, aguardiente lusitana y café fuerte. Sonoras carcajadas. Eufóricos, algunos jugarán a la “batota”, sin descanso, tres días y tres noches.

(El cabo de la Guardia Civil afina su oído entre las voces de sus invitados. Guarda silencio. Ondula el mostacho, pensativo).

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