A mesa y manteles

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En el marco de la cultura campesina tradicional el pan tenía algo de sagrado: no se podía arrojar al fuego ni tampoco echar a la basura. Si caía al suelo en la casa, había que besarlo y después aprovecharlo (no existían apenas preocupaciones higiénicas).

Era preciso bendecir el pan antes de introducirlo en el horno. Vicente Risco recogió algunas oraciones de bendición del pan. En muchas casas, antes de ponerlo a fermentar hacían cruces sobre él -que debían realizarse con la mano derecha-, diciendo: “Señor San Vicente te acreciente, / Señora Santa Lucía te haga venir enseguida, / Señor San Ramón te saque en buena ocasión”. Conseguir que el pan se hiciera bien era una cuestión crucial para la supervivencia. Por eso el arsenal de oraciones de bendición era abundante. He aquí otra de las más comunes: “Dios te acreciente y el Señor San Vicente / para que el diablo no te tiente, / ni de noche, ni de día, / ni después de mediodía”.

El pan se ofrendaba, lo que podía consistir en dar al santo como limosna una tega de pan o bien una cantidad equivalente en mazorcas de maíz. Para recogerlas muchos santuarios disponían previsoriamente de una tulla o arca destinada a este fin.

La presencia del pan se consideraba indispensable en la mesa: “Ni mesa sin pan ni soldados sin capitán”. Era el símbolo de la abundancia, como subrayaba un proverbio: “Donde hay pan siempre hay hartura”. Se le consideraba como un alimento fundamental que nutría el cuerpo poniéndolo sano y orondo: “El vino cría sangre y el pan, panza; todo lo demás es chanza”. “Tener pan y cerdo todo el año en la clase labradora es la suspirada felicidad a la que uno entre cada ciento apenas puede arribar”, se indicaba en el Congreso Agrícola Gallego, de 1864.

Que el pan fuera abundante, o cuando menos que no faltara, era lo que se esperaba sobre todo de la acción de gobierno. En la composición poética de Vicente de Turnes, escrita en 1858 con ocasión de una visita regia a Santiago, se victoreaba a Isabel II pidiendo que ante todo diera pan: “Al santo Apóstol pidamos / que viva la Reina y su hijo, / y que nos harten de maíz / las órdenes del Boletín”.

Pocas incertidumbres causaban mayor inquietud a quien trabajaba en la labranza que la suerte que pudiera correr cada año la cosecha de cereal. La desventura -o descalabro sin paliativos- provenía a menudo de las excesivas lluvias y heladas que hacían que se pudriesen la plantas o bien que por su causa contrajeran dolencias parasitarias graves. Por algo decía la gente: “Vale más lo que el sol deja que lo que el agua trae”. Tanto en informes ilustrados como en sentencias populares se repetía con frecuencia que: “En Galicia entra el hambre nadando”.

La índole del pan, y en cierto modo también la calidad del mismo, dependía mucho del tipo de peneira que se empleara para obtener su materia prima: la harina. Había pues dos clases de comedores de pan: los de peneira fina y los de cedazo basto. Por tanto, no todos los labradores comían un pan de maíz idéntico: había broas y broas: la de los bodegueros y caseteros (es decir, los pobres) era menos exquisita, más granulosa y tal vez ligeramente integral (aspecto que nadie valoraba antaño), puesto que podría ir en ella algo del salvado que por lo regular se apartaba para emplearlo como forraje. 

Se decía que del pan campesino -como el que actualmente se hace en Cea-, “tiene mano”.  Significa esto que tenía que ser espeso, poseer consistencia y aguante como para poder cortar sobre él un trozo de carne o un torrezno con un cuchillo. Esto era importante cuando se comía sin plato -que era lo más habitual-, poniendo el compango directamente sobre el pan. Otros panes –los más ligeros, preferidos por el gusto urbano- se deshacen al no ser tan densos o tupidos, y quien los utiliza como plataforma de apoyo corre el riesgo de producirse un corte.

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