Objetos a los que acompaño

Espejo circular de pan de oro

Es el espejo donde uno se reconoce (o desconoce) al entrar y salir

Los espejos son los que nos devuelven la cordura cuando dudamos de todo. A quienes acudimos buscando respuesta. Quienes le dicen a ese tipo conocido que te habita, le está saliendo un anciano de la cara.

Esa foto fantástica de la superluna o de los anillos de hielo de Saturno que tienes en tu fondo de escritorio no son más que un milagro que sucede con la magia de los espejos. Reflejar la luz y mostrar lo que hay enfrente es algo sobrenatural. Esto lo sabían bien los indios mesoamericanos cuando intercambiaron oro y espejos con aquellos extremeños ansiosos que llevaban siglos echando al distinto. ¿Es capaz el oro de mirarme como me mira el espejo? Desde luego que no. 

Los cuervos y los arrendajos que me huyen al entrar en el bosque (todo animal nos huye, lo del humano es de una soledad cósmica) saben reconocerse en el espejo. También mis gatos, que son de los pocos bichos que no me huyen y de los que aprendo a vivir por el módico precio de desparasitarlos de vez en cuando y rellenar su comedero con pienso industrial. 

Todos tenemos un espejo favorito y los míos son los redondos pintados en pan de oro. Es como tener un ojo divino al que saludar mientras envejeces y te devuelve tu decrepitud sin juzgarte. Está en el hall de casa de mi madre, junto al escudo de los Ulloa esmerilado en el cristal de la ventana.

Es el espejo donde uno se reconoce (o desconoce) al entrar y salir. Circular como todo lo sagrado. Un sol colgante. Un redondel de madera de castaño, en llamas, como un retablo barroco. Es un espejo de edad indeterminada al que se le cambió el cristal hace no tanto. Ojalá tenga la fortuna de que se degrade como el que trajimos de la casa de mi tío Vicente en el Castro. El cristal había perdido los nitratos y apenas devolvía unas nieblas.

Yo era niño, pero su reflejo me pareció entonces el reflejo verdadero de la vida: abombada, brumosa, con pedazos sin luz. Allí, bien al fondo, debía de estar yo mismo, como una gran duda en el océano de lo que algunos llaman certezas.

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