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La infanta Cristina seduce a Cartagena de Indias

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photo_camera La infanta Cristina escucha atentamente a Alfonso S. Palomares durante la entrega de los Premios Rey de España en Cartagena de Indias.

La infanta era una joven de mirada fresca, tenía veintiséis años, hacía dos o tres que se había licenciado en ciencias políticas

En el tercer capítulo del enigmático libro del Eclesiastés, leemos: Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora:    “Tiempo de nacer, tiempo de morir; tiempo de plantar, tiempo de arrancar; tiempo de matar, tiempo de sanar; tiempo de derruir, tiempo de construir; tiempo de llorar, tiempo de reír; tiempo de hacer duelo, tiempo de bailar; tiempo de arrojar piedras, tiempo de recoger piedras; tiempo de abrazar, tiempo de desprenderse; tiempo de buscar, tiempo de perder; tiempo de guardar, tiempo de desechar; tiempo de rasgar, tiempo de coser; tiempo de callar, tiempo de hablar; tiempo de amar, tiempo de odiar; tiempo de guerra, tiempo de paz”. 

Estas reflexiones del libro sagrado no me vinieron a la memoria aquella lejana tarde de noviembre de 1992 cuando esperaba a la infanta Cristina en el Castillo de San Felipe de Barajas, en Cartagena de Indias, para que presidiera el fallo de los Premios Rey de España. Las evoqué mucho más tarde, en los últimos años. El Castillo es la fortaleza más grande y sólida que los españoles construyeron en Latinoamérica, era el escudo de la amplia bahía y de la bellísima ciudad. La infanta no se hizo esperar, llegó unos minutos  antes del tiempo acordado acompañada de Ana Milena Muñoz de Gaviria, esposa del presidente Óscar Gaviria y por lo tanto primera dama de Colombia, ya se sabe que las primeras damas juegan un papel asistencial y político importante en Iberoamérica. Digo que en aquellos momentos no recordé los versículos del Eclesiastés que ahora asaltan mi memoria. 


Preparación y belleza


La infanta era la viva imagen de la belleza y la juventud, el imán que atraía todas las miradas y los aplausos, los curiosos la cubrían con un diluvio de piropos asombrados. Era una joven de mirada fresca, tenía veintiséis años, hacía dos o tres que se había licenciado en ciencias políticas y recientemente había cursado un máster de relaciones internacionales en la universidad de Nueva York. Era la primera mujer de la familia real que había obtenido un titulo universitarios. Mientras esperábamos estuve un rato hablando con el expresidente del gobierno Leopoldo Calvo Sotelo que se encontraba de visita en Cartagena y no quería perderse el evento. El expresidente me comentó lo bien preparada que estaba la infanta.

Para que puedan entender todo explicaré telegráficamente el significado y los ritos de los Premios Rey de Estaña. Son unos premios creados por la Agencia Efe y la Secretaria de Estado de Cooperación Internacional e Hispanoamérica que se conceden a las distintas ramas del periodismo: prensa, radio, televisión,  fotografía y el premio Americano se da al mejor de cualquier rama. La concesión se celebra en una ciudad del país del periodista que haya ganado el premio Americano de la edición anterior, que en esta ocasión había sido un colombiano. La entrega del premio a los galardonados se hace después en un acto solemne presidido por los reyes en el Palacio de la Zarzuela. En esta ocasión yo era el presidente del jurado e Inocencio Arias el vicepresidente como secretario de Estado de Cooperación Internacional, además de cinco periodistas de otros tantos países diferentes que habíamos estado trabajando durante tres días sobre los materiales presentados.

Con la infanta acompañada por la primera dama de Colombia, los miembros del jurado y los demás invitados nos trasladamos a una zona del castillo llamada San Sebastián del Pastelillo. El paisaje era de una belleza impresionante, la bahía se abría ante nosotros como la cola de un pavo real, la ciudad vieja era un incendio policromado en aquel acogedor atardecer de noviembre. La infanta me lo comentaba emocionada. En ocasiones, a mediodía el sol despliega una ardiente ferocidad inhóspita. Un poco atroz. Dese el mar, ahora, sube una brisa suave como una caricia. No era una casualidad que la infanta estuviera en Cartagena y aceptara presidir el acto, fue una eventualidad programada.

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Era el año 92 y celebrábamos el V Centenario del descubrimiento de América. A la infanta Cristina le programaron un viaje a Colombia y entonces pedimos que tuvieran en cuenta que por esas fechas fallábamos los premios Rey de España en Cartagena, y queríamos contar con su presencia. Así se hizo.
Comenzó el acto de la concesión. La secretaria del jurado, Lola García Paz, leyó el acta en donde se concedía el premio Americano al periodista Luis Fajardo por una serie de seis artículos sobre el V Centenario publicados en Cambio 16. Siguió leyendo el resto del acta con los artículos premiados destacando sus características y valoraciones, siempre positivas, por supuesto. No las reproduzco porque me alargaría demasiado. Como presidente del jurado pronuncié las palabras de cierre. Hablé de periodismo, de la importancia del periodismo a la hora de construir opinión pública. 

Por aquellas fechas se discutía mucho acerca del puesto que ocupaba el periodismo en el ranking de los poderes, solía decirse y todavía se sigue diciendo que es el cuarto poder. Yo para llamar un poco la atención dije que el periodismo no disputa ningún puesto de poder porque no lo tiene, ni queremos tenerlo. En ese momento salió de entre el público, una voz que decía: “Palomares, mientes, y tú, lo sabes”. Era el expresidente Calvo Sotelo quien hablaba. Estallaron risas generales. La infanta Cristina que estaba a mi lado también sonrió. Retomé la palabra para hacer un zurcido evitando cualquier discusión. La mar estaba demasiado plácida como para agitarla. Hablé de influencia, dije que tenía influencia, pero que a veces esa influencia podía tornarse en un poder difuso. Rió Calvo y yo también reí dando por terminada mi alocución con piropos a los premiados.

Calvo Sotelo me dijo que me había interrumpido para echarle pimienta al acto. Tenía un gran sentido del humor. De allí fuimos al restaurante del Club de Pesca el Corralito de Piedra, situado cerca. Se había hecho de noche. El mar y las orillas eran un bello murmullo de luces temblorosas, había pocas estrellas. En el restaurante sentaron en la presidencia a la infanta, a la esposa del presidente de Colombia, Ana Milena Muñoz Gaviria, a su derecha y a mí a la izquierda.

Desde el primer momento me di cuenta de que la infanta Cristina era una excelente conversadora y sacaba ella los temas sin necesidad de buscarlos haciéndole preguntas. Entablamos una conversación fluida con la colaboración de la esposa de Gaviria. Me sorprendieron los conocimientos históricos que sobre el Castillo y sus ruinas tenían ambas. 


Ciudad onírica


Doña Cristina estaba asombrada por la enorme variedad de flores de la ciudad vieja de Cartagena de Indias, parecía una acumulación de patios cordobeses. Las enumeraron: había orquídeas, sentimientos, chocofresas, globos rojos, besos irlandeses, jazmines, hibiscos, lirios y cien clases de rosas diferentes. Las casas también estaban pintadas de colores vivos y saltarines, el conjunto parecía un cuadro de Dalí. A mí me parecía una ciudad onírica, lo dije y a la infanta le pareció un hallazgo la expresión. Vivía en la Casa de Huéspedes Ilustres en donde también habían estado, entre otros, Felipe González, Danielle  Mitterrand o Sarkozy. Antes de esa noche había inaugurado la Casa de España, un bello edificio que se iba a convertir en taller de restauración de obras de arte, que sería de gran utilidad para la ciudad en donde había tanto que restaurar. Se dio cuenta de esa necesidad a medida que el director del archivo histórico, Moisés Alvarez le iba explicando los edificios singulares , las calles y las piedras, porque Moisés Álvarez conoce el estado de cada piedra de Cartagena de Indias. 

Estaba muy impresionada por la visita que hizo al archipiélago de las Islas del Rosario, las 28 islas de coral, que constituyen un verdadero paraíso flotante. Como la cena era larga tuvimos tiempo de tocar otros muchos temas. Lo había pasado muy bien en sus años universitarios, una pena que se acabaran, dijo.
- ¿Le inspiraba un cierto temor a los otros estudiantes? –pregunté-. ¿Temían acercársele?
- Al principio es posible que sí, pero al cabo del tiempo me fueron tratando con naturalidad. Participaba en sus fiestas y en todo tipo de eventos.
- ¿Le gusta la política?
- Por supuesto, aunque no pueda manifestar mis opiniones como hubiera querido.

Después de pasar varias horas hablando y de otros encuentros en otras circunstancias anteriores. Ahora, en esta noche tropical veo que solo le puedo aplicar algunos conceptos del Eclesiastés. Para ella es el tiempo de reír, el tiempo de plantar, el tiempo de edificar, el tiempo de bailar, el tiempo de abrazar, el tiempo de hablar y, sobre todo, el tiempo de amar.

Es el tiempo de su esplendor en la hierba, infanta. Y, ya sabe: Aunque nada pueda hacer volver la hora del esplendor en la hierba, de la gloria de las flores, no debemos afligirnos porque la belleza subsiste siempre en los recuerdos.
Ahora que los vientos venenosos soplan sobre sus velas, ahora que sus pies pisan sobre ceniza después de que los temblores del corazón alteraran y cambiaran su dorado destino. En las horas amargas, recuerde que en Cartagena de Indias gozó, una vez, del esplendor sobre la hierba.

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