Woodstock 99 en Netflix: cuando el fantasma de Altamont devoró el sueño y la paz

Imagen del festival de Woodstock en 1999.
photo_camera Imagen del festival de Woodstock en 1999.

Hace unos días, no han sido pocos los medios que han recordado los días del mítico festival de Woodstock de agosto de 1969. Poco más hay que añadir a lo que ya se sabe sobre aquel evento; tal vez la última y más genuina expresión de todo lo que significó el revolucionario movimiento contracultural de la década de los 60 a través del rock. El festival que simbolizó los anhelos de paz, convivencia, libertad, amor… todo lo que significó aquella utopía de cambio y de transformación de un mundo que sigue necesitando ese cambio.

25 años después, la vida me dio la oportunidad de revivir en cierto grado lo que significó Woodstock cuando pude acudir a su segunda edición en 1994 como enviado especial de la revista Heavy Rock. En muchos aspectos, ya no era lo mismo –la Pepsi-Cola como patrocinadora encubierta- pero aún así, el aire hippie de Blind Melon, Melissa Etheridge rindiendo homenaje a Janis Joplin, volver a ver a veteranos del 69 como Santana o Joe Cocker, Bob Dylan cumpliendo con la deuda histórica que tenía con la cita en la que no quiso estar en el 69 o la inolvidable actuación de unos Nine Inch Nails que fueron el equivalente a lo que fue Jimi Hendrix en el 69 más unos Metallica y unos Aerosmith en el punto álgido de sus carreras son cosas que siempre recordaré como ecos de un tiempo que no viví pero siempre añoré y que de alguna forma, sentí entre el barro y la lluvia de Woodstock’94.

Cinco años más tarde Michael Lang, el histórico promotor de 1969, decidió volver a hacer una tercera edición del festival coincidiendo con su 30 aniversario en 1999. Lo recuerdo como si fuera hoy, me acredité como periodista, hice una preserva de mi billete de avión e incluso compré una tienda de campaña nueva, pero motivos de trabajo y personales imprevistos me obligaron a quedarme en Madrid. Aunque la verdad es que el cartel tenía en 1999 ya muy poco atractivo para mí y se veía claramente que estaba hecho al dictado de la industria del disco, me molestó mucho tener que cancelar el viaje… hasta que tuve las primeras noticias de la horrible tragedia en la que se convirtió aquello.

Woodstock 99 fue el reverso más patético, grotesco y repugnante de lo que fue el espíritu de Woodstock 1969. Pervirtiendo y prostituyendo ese nombre y todo lo que significaba, un entramado empresarial que nada tenía que ver con la música, dominado en especial por la MTV y del que Michael Lang asegura que le arrebataron el control del festival, convirtió Woodstock en una tortura para todos los que asistieron, eligiendo una ubicación disparatada sin una sola sombra tras la que poder guarecerse con temperaturas a finales de julio de entre 36 y 39 grados de media, aumentadas por el asfalto ardiente tras horas y horas de sol. Si a ello sumamos que las botellas de agua se cobraban a 4 dólares teniendo que hacer más de una hora de cola para poder comprarlas, con la comida a precios abusivos – un burrito mexicano a 10 dólares, una porción de pizza a 12 dólares- comportamiento agresivo y desafiante por parte de la seguridad privada, un urinario por cada 1000 asistentes, lo que provocó el desbordamiento de heces fecales y orines por todo el recinto, el malestar creciente y la sensación de estafa y de robo entre todo el público llegó a convertirse en una indignación incontenible, que desembocó en un estallido de violencia a resultas del cual parte de las torres del audio donde estaban tocando Red Hot Chili Peppers fueron incendiadas. Unas declaraciones desde el escenario sobre la situación absolutamente irresponsables del frontman de Limp Bizkit, Fred Durst, por las cuales entiendo que debería haber sido procesado por incitación a la violencia provocaron más peleas, más incendios, infinidad de heridos por enfrentamientos con la seguridad y hasta tres violaciones, más un muerto por deshidratación durante la actuación de Metallica.

Una violencia desesperada, brutal, sin control, se apoderó de todo el festival. Una turba enloquecida, llena de ira y de odio, arrasó literalmente con todo lo que encontró a su paso. El hedor del agua estancada y los urinarios desbordados, el plástico ardiendo, contenedores ardiendo, tiendas de campaña ardiendo, gente herida y sangrando, los enfrentamientos con las fuerzas del orden, los cajeros automáticos volcados y destrozados, los camiones con mercancía y equipos asaltados y quemados y las cabinas de vendedores abandonadas y saqueadas, dejaron para la historia el espectáculo más triste, deprimente y devastador que se originó nunca en un festival de rock. El fantasma de la pesadilla de Altamont dejó oír su tenebrosa risa y sus cadenas sobre aquel infame recinto en Rome, Nueva York.

“Trainwreck: Woodstock’99” es un en general acertado y objetivo documental que Netflix ha estrenado recientemente sobre este negro episodio. Tras visionarlo atentamente, lo más relevante y lo que como documento arroja más luz para entender por qué se produjo aquella pesadilla, saltando en su relato de 1969 a 1999 en la línea del tiempo, es como la ambición ciega y la codicia sin límites de unas empresas que querían literalmente exprimir sin escrúpulo alguno a los asistentes con la ilusión de que estaban reviviendo la historia del encuentro original, provoca un desastre cuyas consecuencias ni remotamente habían calculado. El montaje del documental muestra un competente trabajo cubriendo diferentes elementos clave, transmitiendo a través de los testimonios de muchos testigos de primera mano y muchos de los músicos que participaron, aquella amarga experiencia.

Entre los entrevistados más relevantes, escuchamos a Jewel, Gavin Rossdale de Bush, Jonathan Davis de Korn y Fatboy Slim hablando sobre cómo una multitud de 200.000 fanáticos hambrientos, sedientos y explotados podría convertirse en cualquier momento en un cataclismo. En gran media, este documental trata, con más o menos fortuna, humanizar a aquellos que fueron tratados como animales y luego percibidos como tales cuando comenzaron a rebelarse.

En síntesis, lo que busca este documental es recoger las impresiones de aquellos que lo vivieron ya expirados los acuerdos de confidencialidad que todos firmaron. Dejando, todo sea dicho, en muy mal lugar al promotor John Scher y al propio Michael Lang, quienes muestran –incomprensiblemente- su supuesta ignorancia sobre lo que sucedió, o incluso a qué clase de grupos trajeron. La cinta muestra imágenes VHS de reuniones de planificación que pasaron del optimismo nostálgico a la negligencia total. Tal vez Woodstock ‘99 fue concebido con las mejores intenciones; pero desaparecieron con la misma rapidez con la que redujeron los costes de alimentos, agua, suministros y decidieron colocar el evento sobre un asfalto abrasador.

Recomendaría su visionado a muchos promotores de festivales en España. Más vale prevenir.

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