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Atico Noguerol

uimos amigos desde los años de la escuela hasta que Dios se lo llevó. En los años de la escuela era un rapaz travieso, desaplicado y peleador; de joven, corrió mundo desempeñando oficios pintorescos: fue empleado de una tómbola, exhibió una ternera con dos cabezas y hasta actuó de domador de una especie de hombre salvaje, cazado en un intrincado bosque de no sé qué remoto país; maduro ya, abandonó la compañía de los animales teratológicos y de los seres selváticos y vino a desempeñar, con inteligente asiduidad, un destino burocrático en el Concejo orensano.
Pero lo mismo cuando era niño que al convertirse en mozo, que al llegar a la madurez, tuvo siempre el don de un humor alegre y de una cautivante simpatía y el atractivo que nace de una conciencia recta y de un corazón compasivo.

A veces era yo el que iba a buscarle, otras era él el que venía a encontrarme a mí, y frecuentemente paseábamos juntos. Hablábamos, claro está, de política; discutíamos mucho sobre el gallego de la conversación corriente y el gallego literario, pues Atico, obstinado partidario del primero, no sólo creía que con él podían cubrirse las necesidades de la lírica, de la novelística y de la expresión científica, sino que nos acusaba a todos los que escribíamos en nuestra lengua de inventar palabras, de introducir portuguesismos y de crear un lenguaje casi ininteligible.

Pero con más frecuencia dejábamos a un lado las discusiones sobre política y sobre lingüística y, derivando por cauces menos polémicos, charlábamos larga y gustosamente de Orense, de su crecimiento y progreso, de su porvenir próximo y remoto, y sobre todo de su pasado.

Y era maravilloso, realmente maravilloso, el oír entonces al pobre Atico, pues es difícil que haya existido nunca un orensano más devoto de su ciudad natal y más ligado a ella, en espíritu y en sentimiento. El conocía, hasta los últimos detalles, los caseríos, los caminos y los predios de los alrededores y daba su nombre a todos ellos, sin olvidar los más lejanos o insignificantes; los viejos linajes de raigambre popular le eran por completo familiares y sabía sus particularidades y sus entronques; poseía un caudal sorprendente de noticias, de referencias y de anécdotas, y los tipos extravagantes por algo, por su cara, por su carácter, por sus costumbres, esos tipos que en todas partes los rapaces persiguen y molestan, se hallaban presentes en su memoria con un vigor y una acuidad absolutas. Y al recordarlos, al describirlos, al repetir los improperios que, como granizada de proyectiles, lanzaba sobre la chiquillería insultadora; al contar casos, en los que él figuraba como protagonista, reía con su risa de muchacho travieso, pero, detrás de su aparente infantilismo se adivinaba al hombre que, al evocar su niñez, siente cómo vibran en su interior cien cuerdas sensitivas.

Porque Atico, siempre con tendencias bohemias, burlón y despreocupado en apariencia, era en realidad un ejemplo vivo del culto sentimental a las cosas pretéritas y era este culto el que le hacía revivir gentes, sucesos y escenas y el que lo hacía capaz de reproducir en dibujo ingenuos, pero llenos de gracia y de fidelidad, muchos rincones, detalles y edificios del Orense desaparecido. Él, en cualquier lado, rodeado en ocasiones de amigos, jaraneros y ruidosos, iba registrando, con una prodigiosa memoria visual, llevaba al papel una casa o un barrio, con tan completa minuciosidad, que no faltaba allí ni un solo cristal de una sola ventana, y con tal exactitud que, al sernos mostrado el dibujo a los que éramos de su edad, nos restituía más bruscamente a escenarios perdidos desde hacía años en el turbio almacén de lo subconsciente.

Pero él no se contentaba sólo con estas incursiones por las cosas y los sucesos próximos aún, sino que, como un buen hijo que investiga en el pasado de su padre en busca de glorias y de precedentes, buscaba en la vida de Orense, no con afán seco de erudito vanidoso, sino con el ánimo entusiasta y ardiente del que va arrastrado por un impulso casi pasional. En el archivo del Ayuntamiento pasó largas horas leyendo documentos y libros de actas y tomando sin cesar notas y apuntes. Y él, que no era paleógrafo, ni historiador ni sabio, llevado por su ansia sentimental de saber cosas de la ciudad, consiguió vencer las dificultades de las letras enrevesadas de otros siglos y las diferencias de expresión y de nombres, y llegó a reunir un número considerable de datos interesantes, y a trazar, como por juego, un plano de Orense en el siglo XV, tan cuidado y minucioso, que no creo puedan hacérsele en lo futuro muchas rectificaciones.

Y cuando yo trataba de que pusiera en limpio sus notas para publicarlas, cuando ponderaba, como era justo, su ignorada labor y valuaba la importancia que tendría para la redacción de una historia de la ciudad, él se reía con su risa de rapaz travieso y no me hacía el menor caso. Y era porque en mí hablaba el hombre libresco, lleno de vanidades y de prejuicios, y en él reía la espontaneidad de un sentimiento que hace las cosas porque sí.

No volverá el pobre Atico a servirme de guía para ver los capiteles de un patio porticado, o las bellas tracerías de un pavimento de cantos rodados, o la entrada de un paso subterráneo, lóbrego y con alta bóveda. Con su humor alegre y su magnífica risa se fue para siempre; pero yo me figuro que allá, desde el lugar donde la misericordia de Dios y su buen corazón le hayan llevado, estará mirando para nosotros, y que, iluminado por luces nuevas, habrá llegado a lo que tanto buscaba, sin saberlo al conocimiento del alma oculta y misteriosa de su amada ciudad.

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