MANUAL URGENTE DE OURENSANISMO

Al borde de la muerte con una alcantarilla

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Cuenta siempre Alfonso Ussía que, si hay algo superior a sus fuerzas, son las caídas por la calle. Que no puede evitar partirse el culo de risa al verlas.

Casi me mato. Alcalde, casi me mato. Bajaba yo hacia los Remedios y a punto estuve de necesitarlos. Que una cosa es el traspiés casual que cualquier torpe puede darse por la calle, y ese innato gesto de echar los brazos al frente antes de perder toda la piñata contra un bordillo. Y otra cosa son esas alcantarillas, por la Madre del Amor Hermoso, querido alcalde, que no son alcantarillas, son simas hacia la eternidad, selvas negras, yacimientos prehistóricos, túneles en el tiempo y en el espacio, acantilados de vértigo, cañones del Sil, tragaderas de dragón. Que debe haber más ourensanos despeñados dentro de esas alcantarillas que moneditas en la Fontana de Trevi. 

EL MOMENTO

Con la zancada grácil y apresurada que me caracteriza, cruzaba la ciudad, presuroso por llegar a algún lugar antes de que fuera demasiado tarde. Y fue así que, enfocando ya mis huesos y mi vida hacia los Remedios, la cuesta casi me cuesta, oiga, la vida. Que fue primero un pie al aire, tratando de tocar fondo y no lo encontré. Que pasaron tres veranos hasta que empecé el descenso pernil por el despeñadero de esa alcantarilla y, consciente de que había llegado el momento de mi muerte, alcé la vista hacia la cruz que corona la la iglesia de María Auxiliadora y a sus pies eché seis padrenuestros, antes de culminar el tropezón encajando el empeine del pie díscolo con la rejilla de la alcantarilla, allá donde la eterna sima pierde su nombre. 

LA REACCIÓN

Metida la pata hasta el fondo y con la inercia de la cuesta, quiso el buen Dios permitirme tener dos piernas desde toda la eternidad, para buscar entre ambas el temblor incierto del equilibrio, y clamando a los físicos que en la Historia han sido que me enviaran un poquito de su fuerza de gravedad. Ni así pudo impedirse que saliera penosamente despedido, en zascandileo horizontal, a medio camino entre el ir venir nervioso de Groucho Marx y esas olímpicas carreras de cien metros vallas en las que los atletas saltan, no por deporte, sino para no matarse. Es así que, lanzado de cabeza, y con los brazos en aspa girando en sentido contrario a los molinos quijotescos, di con la protuberancia craneal contra la verde puerta de la Auxiliadora, sin recibir por el momento el ansiado auxilio, y como giróse ésta en monumental traición -he aquí una puerta giratoria-, fui introducido en el santo lugar al propio traspiés, mano en el suelo y cabeza embistiendo la puerta, que se nos viene y entonces se nos va. 

LA SEÑORA

Presente en el lugar, una señora, amable y misericordiosa que, aguantando el natural impulso al descojone, restó importancia al lechón que acaba de pegarse este humilde cronista de la urbe, y explicó a viva voz -de modo que todos los fieles pudieron ser testigos del hallazgo-, que a menudo se caían muchos viandantes en ese mismo lugar. Que esas alcantarillas son un peligro, decía la señora. “Que casi se mata usted”, y no pudo ser más preciso el comentario. Aunque también es cierto que, si el golpe mortal es inevitable, no está de más que sea contra la puerta de los salesianos, que allí mismo podrían haberme henchido el alma con los santos sacramentos y recibir así el último conforto a pie de golpe, destrozada la dentadura, la frente, un pie y una muñeca, contra la puerta, el suelo y la alcantarilla respectivamente. 

LA RISA

Cuenta siempre Alfonso Ussía que, si hay algo superior a sus fuerzas, son las caídas por la calle. Que no puede evitar partirse el culo de risa al verlas. Y yo, ciertamente, fiel al maestro del columnismo satírico, confieso la misma pasión por las carcajadas que me provoca ser testigo de una caída. Ocurre que me resulta mucho más graciosa cuando la caída es ajena. 

LA OFERTA

Desde el momento de los hechos, cojeo levemente de un pie, lo cual es razonable después de lo ocurrido, por cuanto lo que asombraría a la medicina es que fuera yo capaz de cojear de una oreja. Con todo, mi cojeo es de esguince temprano, de breve torcedura, de pura tontuna andante. No tanto como para ir al doctor a decirle, oiga, me duele aquí, pero sí lo bastante para contarlo, evitando así que pueda hacerlo cualquier testigo ocular, incidiendo demasiado en el lechón y poco en la noble y elegante recuperación de la que hice gala de inmediato -cojera aparte- como si nada hubiera pasado. Que uno, además de torpe, es un caballero. Pero desde que vamos los caballeros sin caballos, querido alcalde, hemos de evitar ser absorbidos por esas alcantarillas asesinas. 

De modo que, comprenda Su Ilustrísima Cabeza Municipal, por qué encabezo desde hoy, con toda mi humildad y la inflamación de mi tobillo, una legión de voces ciudadanas que claman porque alguien haga algo para impedir que sigan perdiéndose transeúntes por el alcantarillado de las inmediaciones de los salesianos. En previsión de que crezca la inflamación de mi tobillo propongo a los amigos de la corporación municipal regresar al mundo del trueque: yo no acusaré al Ayuntamiento de haberme roto una pierna y tres dientes y, a cambio, ustedes ponen los 90 eurazos que me cascaron ayer por retrasarme siete minutos con el ticket de la ORA. De ese modo, vamos a pachas con las afrentas.

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