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Marcello, come here!

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photo_camera Anita Ekberg, una diva inmortal.

Anita Ekberg se fue sin ser vista, en domingo tras el alba, con las primeras luces, en Rocca i Papa; tenía 83 años, sin embargo, desde su baño en la Fontana su gloria será siempre eterna

“Marcelo, ven aquí”, una sola frase, un enunciado de historia. La Fontana di Trevi hoy mana con más fuerza si cabe. Un cuerpo para la gloria. Anita Ekberg dudo que esquivara en vida un piropo de esos que espantan en los tiempos modernos, su escultural figura lo recogía todo, empapada hasta el alma en la inmensidad de la noche romana, ella, encendida a los pies del cineasta de los excesos femeninos, o felinianos, para ser más preciso.

Dicen de Fellini que cuando la sueca le expresó su total desnudez en un hotel de Roma éste fingió un socorrido ataque de apendicitis; no lo sé, y ya quisiera. La sueca, una belleza pétrea de rasgos exagerados, una belleza antigua, renacentista, cuando dejaba que sus senos cogieran aire, que era casi siempre que la cámara disparaba en su dirección. Ella imploraba a la diosa de la fecundidad, a la representación de la venus de Willendorf, que le acompañó desde que se hizo mujer, desde que cautivara a los suecos que la hicieron miss entre todas las mises. A sus 19 era un bellezón resuelto, y aquello era el principio, como la visión de una virginal Eva rondando a las puertas de Adán en el paraíso; así se presentó la noche de la Dolce Vita, en plan de sobresaltada diva incendiada que reclama los servicios de Marcello tras sobrepasar los humedales escultóricos de la gran pila de la Fontana romana. En la vida real tuvo dos maridos, Anthony Steel y Rik Van Nutter, del primero se separó dos meses después de la visita a Londres del cineasta italiano, numerosos amantes como Frank Sinatra, Gianni Agneli, del que contó que ya estaban juntos cuando se rodó la escena de la Fontana. No tuvo hijos.

Su mirada turbadora, sus movimientos inflamables siempre a las puertas del Eros freudiano, apuntaban a las miradas de media Europa, nunca se había visto, ni mirado, nada igual. Fellini era un monstruo, un ser atormentado que reclinaba su imaginación más allá de lo aconsejable. El cineasta que simbolizaba en ella a las nórdicas que se bañaban medio desnudas en Rimini, escandalizando a los vecinos, al estilo de “Las tentaciones de San Antonio” (1970), supo dotar a la gran dama sueca de los calores latinos, de los ardores del deseo y la carne, un gran debate intelectual, el mismo debate de toda la historia universal de la humanidad, con la excepción de que el italiano disparaba con creatividad y arte.

La noche romana en duermevela y dos actores noctámbulos encaramados en roca viva al sexo de Neptuno, ni él ni toda la caballería junta dan crédito a tamaña explosión visual, así no hay quien pacifique las aguas de la castidad. El pecado de las sombras atormentadas de la católica Roma no puede con el frenesí de la carne, con la voluptuosidad de unos senos nórdicos que atentaban contra la escasez de la posguerra. El paraíso de Fellini es el erotismo, su musa se entrega a ello en cuerpo y alma, a golpe de exuberancia y rebeldía festiva. “Marcello, come here”, es historia. El tormento interior, las líneas rojas del pecado no son límites suficientes, diques que contengan semejante caudal. Ekberg se empapa en la fontana y todos lo hacen con ella, la obscenidad es la libertad de expresión del momento, y aunque el neorrealismo queda atrás, y llegarán los premios, obsceno sería el calificativo más tierno. En España, la Dolce Vita (1960) tardará veinte años en poder ser vista.

La diva y su sex appeal se iría oscureciendo, aunque interpretaría numerosos papeles después de la noche feliniana y de los Tormentos de San Antonio, incluso en Hollywood, sus papeles se limitarán a evocar aquel histórico momento vivido por Marcello y Silvia alrededor de la Vía Veneto.

La diva se fue sin ser vista, en domingo tras el alba, con las primeras luces, en Rocca i Papa; tenía 83 años, sin embargo, desde su baño en la Fontana su gloria será siempre eterna.

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