Cartas al director

La Corte del Rey Gundisalvo Ferreira

“La incompetencia es tanto más dañina, cuanto mayor sea el poder del incompetente” (Francisco Ayala).

Erase una vez un pequeño reino sito en los confines del noroeste de la Hispania Contemporánea. Allá por los canturriales de la vieja Gallaecia. Un minúsculo país poblado de gentes pacíficas debido a las adormecedoras aguas termales, que brotaban por doquier, a las veras de un caudaloso y silente río. Tal felicidad embargaba a sus ciudadanos que no depararon en otorgarle la corona a un personaje del montón. Bastaba con que tuviese un don histriónico, para diferenciarse de la plebe, así como poseer sueños más altos que los vapores que emanaban sus calientes aguas y que narcotizaban a súbditos y vasallos.

Al contrario que sus reinos vecinos, en el reino de Gundisalvo Ferreira, que así se llamaba el monarca, no existía el paro, y en lugar de establecerse un salario mínimo interprofesional, se alcanzaba el salario máximo interprofesional, destinado para la guardia pretoriana de palacio. Sabido era que los llamados políticos electos podrían carecer de suficientes conocimientos para encumbrar el reino a la cúspide del buen gobierno. No bastaba, pues, con la manida delegación de competencias en 13 políticos. Se pensaba, en un principio, que sería suficiente el que se dotasen a estas delegaciones 23 asesores. Le informaron mal, como en su misma autobiografía, de apócrifo autor,  a Gundisalvo Ferreira, ya que seguiría asumiendo la dirección de la pesada carga burocrática heredada, inmóvil, desganada. El estaba predestinado a escribir las páginas más brillantes de su Reino. Conociendo el alto montante habido en las arcas públicas, decidió sacar a concurso la contratación de un director general con unos emolumentos dignos de su reino. Llegaría a alcanzarse el millón de moneda en curso para el mantenimiento de la Corte, funcionariado aparte.

Y el pueblo sonreía feliz. Tan contento como aquel estribillo cantado de Catapirro “que, estaba na cama, dáballe o sol por unha ventana, dáballe o sol, dáballe o vento, e o Catapirro estaba contento”. ¿Qué significa esa calderilla palaciega, comparada con las fuertes inversiones en infraestructuras que les aguardan? Escaleras mecánicas para el movimiento peatonal; un parque mapamundi  para deleite de propios y extraños; un parque acuático termal; una torre de 80 pisos, desde que poder divisar lejanos horizontes, como diría aquella estrofa gallega: “Vexo Vigo, vexo Vigo, tamén vexo Redondela,  vexo a Ponte Sampaio, camiño da miña terra”.

Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado. Téngase en cuenta que cualquier parecido con la realidad, es mera coincidencia.