Cartas al director

Arístides Fonseca Moretón, ese entrañable dermátologo

Desde la mar atlántica, allá donde esa maravilla de sistema dunar se produce en uno de los entornos más singulares de Galicia, me llega y me causa cierta desazón la noticia del, como ahora se dice, pasamento, de Arístides en su amado Corrubedo, ese refugio de verano que comparte con su hermano y playero vecino Emilio, al que un día quise ver despegando con su ultraligero desde las aplanadas dunas del Vilar, paralelas a la misma playa, en compañía de su hermano. 

Arístides, ese entrañable y por demás expertísimo especialista de la piel que huía del sol como de la peste aunque lo recibiera a raudales, creo, más en los tejados de su vacacional casa de las abiertas playas del Atlántico entre las rías de Muros y Arousa, que en su propio cuerpo, porque sobrado honor hacía a lo que predicaba. Allá por donde las famosas dunas de Corrubedo se compró una funcional casa, al lado de la de su hermano Emilio. 

Yendo la última vez a su consulta privada del Parque, porque uno debe también huir de los machacantes rayos solares, casi me confina a no salir ni aun a sol nublado, y si saliese, a visera puesta, o que digo, a sombrero de ancha ala, y el mejor, el de paja, y con cremas de solar protección. Que los que no lo hacen, decía, mostrarán esos lunares, algunos en la calva a modo de cagarrutas que llaman efélides o precánceres de piel, que derivan en otros muchos. Arístides, que era como un avanzado de la prevención, me recordaba que había unos cuantos que presumían de lunares en el cuero cabelludo porque observaba la paradoja de que, a menos cabello, menos protección contra el sol y sus rayos. 

Un avanzado de la prevención que solía traer a colación la cantidad de cánceres que se daban por Australia donde un impenitente sol no da tregua a sus habitantes, aunque se protejan con esos sombreros de anchísima ala. Arístides, un dermatólogo que hizo carrera en la compostelana Universidad, ejerció por un tiempo la docencia en ella, que compaginaba con su trabajo de especialista en el Hospital Clínico de Santiago, y que por familiares avatares hubo de radicarse en esta ciudad y que de más provecho para ella el tener a un versado en esta materia. De Arístides, heredero de la paterna clínica, nunca podría decirse que no se perdiese alguna vez pescando por esos ríos, en especial el Ulla donde anduvo casi por no menos de una hora luchando para sacar un salmón, que por el tamaño como premio para quien la pesca no se daba demasiado bien; no obstante, perdería salmón y caña; más suerte con su lancha en las marinas aguas donde siempre traía algún pescado que cocinar.

Arístides, de esta saga de hermanos con los que menos contacto de los que quisiera; pero si con Juan, ese secretario municipal, que lo es también del Liceo, del cual Vázquez Montalbán escribiría un hermoso artículo sobre un hombre capaz de una descomunal fuerza de voluntad para mudar de externo aspecto, mientras iba enriqueciendo el interno; también lo tuve con Alvarito, condiscípulo allá por Santiago cuando íbamos de exámenes por libre y él bajo la égira, como muchos, del juez Sinforiano Rebolledo que preparaba a universitarios y opositores como pocos; Alvaro, era ese singular y ocurrente, presente en todos los corrillos de los Gonzalo Sotelo, Luis Barral, Alberto Viejo, Checho Cendón, Chanta Calviño, Locho, Boni Lorenzo, Lolo Ferreiro, Pepe Segade… de casi toda esa pléyade de examinandos por libre.

Arístides y el mar, como el poema a la poetisa Alfonsina Storni dedicado, se nos fue como mecido por las brisas de la mar atlántica, que si uno debe perecer en el medio que ama, aunque prematuramente ¡qué mejor que el insondable mar para despedirse sin percibir el tránsito! 

La muerte siempre es una frustración pero debemos admitirla como consecuencia de una vida que de ningún modo infructuosa para quien legado deja en su profesión y a una prole que ya destaca en el mundo científico, como esa hija en el acelerador de partículas, el CERN, de Suiza. Para los que le conocimos en vida, aun sin frecuente trato, conservamos, sobre todo, esa visión de humanidad y cercanía de quien sabio de las humanas dermis, que por el segundo cerebro se tienen.

A sus familiares, que por el verano tan bien acogían, cuando de paseo hasta allí, un grato recuerdo de aquellos atardeceres de brisas oliendo a mar, que él aderezaba al piano, heredad de materna trasmisión.