Cartas al director

Leopoldo de Castro en mi memoria

Parece que fue ayer aquella mañana soleada de marzo de 1986 cuando llegué al Hospital Psiquiátrico de Toén. Comenzaba mi rotatorio en Psiquiatría, del último curso de medicina. Una de esas asignaturas, todo papel, sin prácticas, y en apariencia aburrida. No tenía coche y llegué tarde. Me presenté al doctor Leopoldo de Castro para pedirle disculpas, pero me recibió como si nos conociésemos de siempre y me pidió que me quedase en su despacho. 

Descubrí a un hombre cordial y extrovertido. Psiquiatra, escritor, gran comunicador, dibujante y apasionado por la historia de la medicina. Comenzó mostrándome las instalaciones de aquel enorme edificio en cuya parte posterior había restos de otra gran construcción inacabada, llena de hierbas y arbustos, por donde gustaban pasear los internos, que a veces como salidos de la nada, pedían tabaco a nuestro paso, o preguntaban sobre no se qué medicación.

Luego me llevó a ver un pequeño pabellón clausurado hacía mucho tiempo. Restos de un antiguo lazareto y de las celdas donde se aislaba a los enfermos más conflictivos, antes de los modernos psico-fármacos. Historias de antiguos tratamientos, camisas de fuerza… Historia de la psiquiatría.

Por allí andaba Florencio de Arboiro que también interactuaba con los pacientes y me dejó perplejo con sus esculturas de bronce. Aquello… no era un hospital, ¡era una ciudad!

Leopoldo de Castro era una persona inquieta con gran facilidad de palabra, y aprecio hacia sus colegas. Muy generoso, sentía la necesidad de enseñar, de no quedarse él con todo. 

Estudioso incansable, autocrítico, profundo conocedor de la psico-patología, se tomaba todas las molestias necesarias para que los alumnos la entendiéramos, a veces con un gran sentido del humor. Yo le escuchaba en la consulta sin parpadear, observando como dirigía la entrevista con el paciente. Para mí todo era nuevo. Nunca había ido mas allá del aula de la facultad. 

Al terminar la consulta, preguntaba mi diagnóstico y… a estudiar. Comencé a enterarme de lo que eran las grandes psicosis, neurosis, y otras patologías de las que ni siquiera sospechaba su existencia, como la embriaguez patológica en la que él era una autoridad. Creaba inquietudes entre sus discípulos. Algo que muy pocos maestros consiguen hacer, y que yo intento ahora con mis residentes. 

La psiquiatría dejo de ser para mi un tocho, y se convirtió en algo apasionante. Una ventana hacia el interior del alma. Porque sí, Leopoldo era también un hombre comprometido, de profundas convicciones religiosas. 

Por desgracia yo fui su último alumno. La noticia de su inesperado y repentino fallecimiento fue para mi un mazazo. Algo que me hizo reflexionar por primera vez en la vida, a mis 23 años, sobre lo frágiles que somos. No podía ser. 

Pero en realidad no murió, porque como el mismo decía “Un hombre con mayúsculas no muere”, y porque yo, y seguramente muchos más, lo recordamos a menudo en nuestro trabajo diario, sus palabras, sus consejos, su forma de tratar a los pacientes (como cuerpo y alma) en contraste con la actual medicina bastante deshumanizada donde el enfermo es solo un número y un montón de pruebas diagnósticas.

Tuve serias dudas sobre hacerme psiquiatra, pero me dio miedo. Hay que ser psicológicamente muy fuerte, porque descubrí que el límite entre la cordura y la locura, a veces no está nada claro. 

Finalmente me hice oftalmólogo y la vida me llevó a Valladolid. Pero recuerdo las enseñanzas de Leopoldo, la impresión que me causó, y desde entonces, cada 21 de julio es para mí un día triste.