Cartas al director

El juego y la blasfemia

Hace unos días he asistido como espectador -aficionado que es uno de la S.D. Negreira, más por salir de casa y acercarme a un pueblo cercano, pues fútbol, lo que se dice fútbol no se va a ver, impensable es- y me ha causado una gran impresión, casi ya desde el principio, la abundancia y generosidad de blasfemias en cada lance del juego que por cada impericia o falta sufrida proferían tales deportistas que más parecían carreteros -con perdón para tal profesión- a cada dos por tres.

Las faltas cometidas, las amonestaciones y las expulsiones dan fe del ardor en tal partido, y sin que nadie del público mediara ante tales excrementos orales.

Me acordé de aquel paracaidista canijo y aceitunado, quien se enfrentó -pierna enyesada tras un salto nocturno, muleta en riestra, nunca mejor dicho- a dos hombretones vascos que conversaban alegremente con la muletilla de Dios y su Madre a cada dos por tres. Les encaró preguntándoles que mal les había hecho tal Señor y su Madre, reprochándoles tal conducta. Mi compañero de armas y yo mirábamos atónitos tal singular situación, temiéndonos lo peor y esperando un baño de lamentaciones. Pero los hizo callar. Aquel canijo, de quien desconocía su nombre, se llamaba Julio Robles, un gran torero y luego amigo. Cuando lo recuerdo aún me queda algún resabio de no ponerme de su lado y no esperar al acecho a ver qué sucedía.

Comprendo y sé perfectamente, por experiencia propia como exjugador, que en algunos trances del juego de tan ensimismado y concentrado que estaba pendiente del balón o administrándolo que no oía nada de las ovaciones o griterío del público –estaba a lo mío- y eso que aún vengo gozando de buen oído.  Por eso no entiendo ni logro explicarme cómo es que ni los dos auxiliares ni el propio árbitro oyeron tales blasfemias.

Y lo más sangrante, también las he oído en juveniles.

Desconozco el reglamento arbitral, pero he evacuado consulta al Colegio sobre tal particular.