Cartas al director

Fartlek

En mi etapa de jugador y luego de entrenador de fútbol siempre he sido un devoto admirador de Ian Mulak por practicar el fartlek, tanto sueco como polaco, y aún ahora en mis paseos urbanos lo sigo haciendo.
Recuerdo que en la prueba deportiva de carrera  para entrenador celebrada en la Residencia  de Santiago, salí como una liebre, concitando la repulsa de los demás compañeros que luego me echaron en cara y se tomaron a pecho, sobre todo algunos jugadores en activo de 3ª División, aunque de todas formas llegué de cuarto, pero en aquellos tiempos estaba hecho un mulo, deportivamente hablando, y el recién pasado campamento y maniobras de la Brigada Paracaidista habían sido un paseo.
En mi etapa de jugador recuerdo que, intuyendo la opción de intervenir en una jugada, lo mismo se tratase de un córner, una falta o un saque de banda, en pocos y escasos segundos tenía una visión mental muy clara de lo que quería hacer, luego con la mente totalmente en blanco trataba de ejecutarla.  Era la hora del músculo ordenado por la mente.
Pero este viernes por la mañana, al sillín de la bici estática sentado y ejecutando fartlek, aproveché para rezar el Rosario de todos los viernes, dándome cuenta de que coincidiendo con un sprint o una recuperación, la oración iba acorde al ritmo muscular. Entonces, pensé que los molinos del pensamiento tienen su propia y particular velocidad, dependiendo de la situación activa o pasiva del ejecutante.
Vaya por delante, antes de nada, que no se crean ni se piensen que soy un beato meapilas. Solo soy un creyente católico y una persona de palabra, pues hace muchos años, que tras 21 días en coma, llegué a un acuerdo o compromiso con la Señora y Patrona de mi parroquia, de que si me sacaba de esa le rezaría mientras viviese un rosario cada viernes del año. Y como era viernes y yo, aparte de serio, soy hombre de palabra. Pues eso. Que como dice mi amigo y vecino, el más viejo de la parroquia; no todos estamos hechos de la misma madera y, que además hay cosas que no necesitamos que nadie te cuente, porque son solo tuyas y, cuando quieres o te conviene las recuerdas y las cuentas.
Y resultó que dejando en suspenso ambas cosas me volví al ordenador, y el gato que estaba cómodamente recostado con la cabeza sobre el brazo del sofá, -como suele cuando está a gusto- me miró tanto con asombro como con extrañeza por no dedicarle caricia alguna tras las orejas que tanto le gustan, pero es que iba absorto pensando en aquel fraile que le había preguntado al prior si mientras fumaba también podía rezar.