Cartas al director

La política de los sentimientos

En estos tiempos, que testimonian los límites de la capacidad humana de control sobre el futuro, los estados de ánimo se alborotan y pierden la serenidad. Poderosos afectos emergen hasta le epidermis de los grupos sociales. Es como si esos estados de ánimo escaparan a sus portadores y constituyeran atmósferas objetivas de inseguridad, de riesgo, de miedo.

La indignación ante todo lo que ocurre, impermeable al señalamiento de las causas o la discusión de las soluciones, encuentra justificación en sí misma: una negatividad que algunos saludan como fuerza creativa por su capacidad para la destrucción del orden vigente. No pocos políticos lejos de ofrecer otras explicaciones solventes y creíbles, se refugian en los sentimientos que suscita la crisis como única explicación.

Quizá las cosa no sean tan fáciles y no se justifiquen solo por los sentimientos y haya que recurrir a otros factores decisivos para explicar el ascenso de la antipolítica en los países y elementos sociales que en mayor medida padecen las consecuencias de la crisis. Este argumento no parece aplicarse tan fácilmente en sociedades prósperas. Hay que recordar que vivimos en un tipo de democracia que trata de combinar la organización política liberal con los principios de bienestar, quedando la producción de riqueza encomendada a la economía social de mercado y a la vertebración identitaria en manos de la vieja idea de patria como nación. Resulta de aquí un inestable equilibrio entre la primacía de la libertad individual y las exigencias colectivas, que producen inevitablemente conflictos llamados a ser resueltos a través de elecciones representativas. Todo ello presupone un cierto tipo de ciudadano que busca tratar de que prevalezcan sus intereses privados, tratando de realizar su propio plan de vida y maximizando sus preferencias, mientras atiende a los intereses generales. Ejercita así de manera responsable sus deberes cívicos: informarse y expresarse cívicamente, sin dejarse dominar por los intereses personales.

Los historiadores nos ponen de manifiesto como el antisemitismo en la Alemania prehitleriana hundía sus raíces en la envidia más desnuda. Lo mismo cabría decir de otras dictaduras y de otras democracias no tan representativas de la razón política como se pudiera desear. No pocos políticos ya no creen en los ciudadanos como un ser autónomo, soberano, racional. Atienden, sin embargo al conjunto de emociones, afectos y sentimientos que determinan su capacidad de decisión. No pocos de los “crímenes” cometidos en nuestra historia reciente están motivados por el sentimiento de odio o de revancha. La justicia social es el remedio.