Cartas al director

Un libro

Siempre que me encontraba por la calle un banco lleno de libros que alguien había dejado allí para que cualquier transeúnte pudiera llevarse el que más le gustase, pensaba en el buen gesto que la persona había tenido, pero nunca en la historia detrás de ella: una marcha voluntaria, una huida, un final... Hasta que me tocó a mí deshacerme de los míos.

Y no sé si será el chacachá del tren, el cansancio de la mudanza o el paisaje castellano manchego que nunca deja de maravillarme, pero he empezado a pensar en mis libros. Y es que ayer, tras dejarlos en el banco de mi calle, subí corriendo y me asomé a ver si era verdad que la gente se los llevaba. No solo se los llevaban... hacían cola. Y desde mi balcón de los aplausos a las ocho, de las noches sin dormir y del saludo matinal al chino del bar de la acera de enfrente, me quedé observando con lo que yo llamo una sonrisa lagrimal, esa que lleva pena y alegría al mismo tiempo. La pena de ver que cuantos más libros se llevaban menos páginas le quedaban a mi historia y la alegría de saber que cuando nos marchamos, dejamos una parte de nosotros entre los que se quedan; en sus mesitas de noche, en el cajón de la cómoda, en sus camas. Unas líneas, un capítulo, un libro.