Opinión

Aquí mueren los chivatos

Lunes, 20 de julio

Su despedida fue laica, breve y sencilla. Su nieto recitó las palabras con las que él querría ser despedido:

“Vestido de diablo,

ligero de equipaje,

 algunos discos, algunos libros, ninguno de Baltasar Porcel,

 se va por fin al infierno Marsé”.

Allá en los setenta a veces aparecía por Madrid para cosas de la editorial. Qué poco le gustaba firmar sus libros y que le reconociesen: “Lo mío es callejear como tú, Carlos”. Bien cierto, Juan Marsé era muy amigo de Carlos Oroza, y cuando venía a Madrid, pasaba veladas con el poeta en el café Lion, allá frente al viejo edificio de Correos. Entonces yo era una especie de ayudante o escudero de Oroza y pasaba las tardes a su lado. Marsé le decía: “No me lleves al Gijón junto a esas momias”, se reía el catalán.

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Ya entonces andaba jodido porque él escribía en castellano y los críticos lo acusaban de charnego extranjero. Pero él se reía: “Yo escribo y hablo en el idioma que me sale de los huevos”. A veces se definía: “Yo no soy nacionalista, todas las banderas me repugnan y mi patria es el huerto que cultivo”. A veces nuestra mesa del Lion era una fiesta. Una tarde Marsé llegó con su gesto más malote y Oroza le llamó “el púgil del Paralelo”. Pues sí, tenía el aspecto de un boxeador que ha besado con frecuencia la lona. Venga Dry Martini, su bebida favorita. Su relación con Madrid era de amor odio. A Oroza no le hacía gracia, pero a Juan le gustaba que lo llevásemos a caminar por Caño Roto allá en la Vallecas profunda de aquellos años. Un día, en el café, alguien cantó la canción de los Chichos “El campo de La Bota”.

“Por eso nadie pregunta

 de dónde vas o de dónde vienes.

 Aquí mueren los chivatos.

 A los chivatos nadie los quiere”.

Marsé presumió: “Puedes creerme, allí no entran los polis ni los maderos, pero yo caminé algunas tardes por esta barriada maldita acompañando a mi amigo Gil de Biedma, que amaba los mozalbetes de gesto malvado”.

Cierto, Marsé trabajó en un taller de joyeros y relojeros muchos años, y sus libros parecen tallados como si incrustase el adjetivo y la frase exacta. Sus enemigos dicen de él: “Es un mal escritor pero un gran narrador”. Siempre el adjetivo preciso. La ternura recorre sus textos. Y a veces asoma la navaja albaceteña. Al fin es de esa generación que creció en los gallineros de los grandes cines de Barcelona el Capitol, el Rovira y el Roxy. ¡Ay! el Roxy, qué hermosa letra escribió cuando lo derrumbaron para dar paso a una oficina bancaria. La hizo con Joan Manuel Serrat y los dos lloraron cuando lo derrumbaron, eran los últimos restos de una manera de vivir. “Así que no se espante, amigo, si esperando el autobús le pide fuego George Raft. Son los fantasmas del Roxy que no descansan en paz”.

Veo ahora mismo su rostro de gánster romántico, su mirada herida implacable con los enemigos. No se te ocurriera nombrar a Baltasar Porcel, porque podía incluso arrojarte el café a la cara. Y qué enfermo le ponía hablar de sus películas, “una mierda todas”, palabras de él. Odiaba sobre todo “Mi profesora particular”, un guión precioso que escribió con Gil de Biedma y que el director Camino no supo llevar al cine. Qué cosas, la interpretaron Serrat y Analía Gadé. Tampoco soportaba el film basado en su libro “Últimas tardes con Teresa”. ¡Ay!, “Últimas tardes con Teresa”, un libro enternecedor, idóneo para leer en estas infaustas tardes de calor. Me sé de memoria cómo empieza: “Caminan lentamente sobre un lecho de confeti y serpentinas, una noche estrellada de septiembre, a lo largo de la desierta calle adornada con un techo de guirnaldas…”.

En aquellas tardes de los setenta en el café Lion le pedía a Oroza una y otra vez que le recitase “Malú2, su poema más alucinado. El resto ya lo sabes, hermano lector, el Cervantes, Biblioteca Breve… todos los premios. ¡Qué contendrán las páginas de su legado que sólo podrán abrirse en julio del 2029!

Marsé trabajó en un taller de joyeros y relojeros, y sus libros parecen tallados como si incrustase el adjetivo y la frase exacta

 

Jueves, 23 de julio
En la tertulia huimos de cháchara hueca y a veces hay silencios largos. El otro día estábamos tan quemados que alguien propuso que los seis tertulianos jugásemos a la ruleta rusa. Después, el tertuliano mostró una bala: “La encontré en Annual, allá en Marruecos donde fueron degollados diez mil soldados españoles en 1921”. Tomé la bala y confesé algo literario que me perturba. Siempre ninguneé a Manuel, el hermano de Antonio Machado, porque fue un poeta cercano al régimen. Martí Maqueda me dio un libro de sus poemas y, sí señor, cuando leí lentamente

“Por la terrible estepa castellana,

al destierro, con doce de los suyos

 -polvo, sudor y hierro-

 el Cid cabalga…”

me emocioné. Así que haré penitencia. Allá iré, a su tumba y pagaré mi desprecio con una plegaria…

Los tertulianos no nos veremos un tiempo. En la despedida, alguien recita: “La presidenta del banco se despertó sobresaltada gritando y sudando./ Su marido le dice: ‘¡Qué pasa, qué pasa!’ / Soñé que alguien convirtiera nuestro banco Santander en un banco de alimentos”.

Nos reencontraremos en septiembre, hermano lector.

*Ilustración de Alba Fernández

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