Opinión

El barbero de Santo Cristo

Lunes, 1 de junio

Así que aquí estoy, en el sillón de mi peluquero favorito, el barbero del Paseo, Cachaldora. Quedó sorprendido cuando el propietario de su establecimiento le llamó y le dijo: “No te preocupes, este tiempo que durará esta peste no te cobraré el alquiler”. Quedó tan sorprendido que las lágrimas bajaron por su rostro. Fue el primero y salió en todas las televisiones. Enseguida comenzó una larga cadena de propietarios que se sumaron a la iniciativa y, mientras duró la epidemia, no cobraron el alquiler. “Sí, el gesto solidario no lo esperaba en estos tiempos metálicos y lloré como un niño”.

Pero te cuento, hermano lector. Nosotros hacemos un trueque: yo le traigo de vez en cuando un libro que le guste y él a cambio hace su trabajo de barbero. Cachaldora es un hombre sensible y generoso. En su peluquería cuelgan cuadros de pintores novatos y otros de algún consagrado: “Son malos tiempos para la lírica y para el arte, y yo quiero ayudar a los artistas. Con frecuencia, invito a mis clientes a comprar alguna obra. Sólo ver la alegría en los ojos del pintor cuando le digo que he vendido un cuadro me compensa. Esa es mi comisión”. Me dice que son tiempos en que sus clientes llegan con incertidumbre: “Pero ya sabes, un buen peluquero ha de ser algo así como el confesor de sus clientes de siempre. A veces llegan serios y tristes y al cortarles o teñirles dejan allí sus cabellos y a veces algunos de sus miedos. Un buen peluquero ha de tener una mente en buenas condiciones. Ha de conocer algo así como el arte de curar. Cortar el pelo tiene algo de chamánico. Tienes en tus manos la cabeza del cliente y de alguna manera sientes el latido de su alma. Todos mis antepasados trabajaron en el mundo de la peluquería. (Yo era un niño y me creía, como mucha gente entonces, la leyenda de que le crecía la barba y el pelo al Santo Cristo. Muchos días iba solo a la Catedral para ver si le crecía. Tendría siete años cuando le conté a mi madre que mi sueño secreto era llegar a ser el barbero del Cristo. Y ella me dijo: “Sí, hijo, aplícate y podrás serlo”.)

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Miércoles, 3 de junio

Mis tertulianos están ya ávidos de volver a nuestro local para dialogar, debatir y, cuando estamos estupendos, recitar algunos versos que nos limpien el alma. Hoy quiero recordar aquella tertulia que teníamos en el café Ruiz allá en el barrio de Malasaña de Madrid. Asistíamos siete u ocho personas de todo pelaje, y tenía un aura de maldita porque acudía, por ejemplo, Leopoldo María Panero, gran poeta, bebedor de cocacolas sin interrupción y asiduo usuario del manicomio de Mondragón y Las Palmas. Allí falleció no hace tanto. Acudía también otro rebelde de pura sangre, Eduardo Haro Ibars, un tipo brillante y siempre al límite. En la tertulia, cuando alguien recitaba un mal poema, abría su bolso misterioso y sacaba un laurel, pero no para coronarlo, sino que era un guiso que contenía un poco de laurel. Por la cabeza del poeta caía el aceite, las especies y el laurel. Cuánto nos reíamos. Otro habitual era el poeta Antonino Nieto, que acaba de publicar una antología en que me dio cuartel a mí y a Alba, la ilustradora de esta sección: “De las sogas de la felicidad, el amor, por ejemplo: para no vencernos nunca”. A veces, la tertulia se ponía belicosa y poco faltaba para citarse en un duelo. Pero aquella tarde todo fue un exceso. Aún dudo hoy si alguien echó algo de peyote en nuestros cafés. Estábamos todos excitados. Sucedió tal cual, Antonino es testigo. Eduardo dijo: “Venga, basta de paparruchas, acerquémonos al peligro”. De su misterioso bolso sacó esta vez un revólver reluciente. “Levantaos, nos vamos todos de romería a visitar la estatua del Ángel Caído”. Nadie se derrotó, éramos una procesión extraña que caminaba hacia el Retiro. Llegamos al lugar. Enseguida y sin mucha ceremonia, Eduardo tomó el revólver en sus manos. Giró el tambor y... sólo una bala: “Yo el primero, si caigo muerto echadme a un cubo de basura”. Nada sucedió, entregó el revólver a Leopoldo y le espetó: “Cuánto me jodería morir antes que tú”. Leopoldo tomó el revólver titubeante. Todas las miradas clavadas en él. Aún hoy me pregunto cómo tuvo agallas, pero lo hizo. Hubo suerte. Después, Eduardo le arrebató el revólver y dijo: “Señores, se terminó la fiesta”.

Jueves, 4 de junio

Cumple noventa años el actor que más amo, Clint Eastwood. Tres pesetas la entrada, cine Principal de Verín, gallinero, allí lo vi por primera vez. Nadie sujetó con tanta elegancia el mítico Colt 45. Sus ojos flamígeros, todo de negro. El sombrero polvoriento. El cuarto jinete del Apocalipsis, la muerte. El western siempre comienza: un caballista solitario llega al pueblo con sus viejas cicatrices… Su sonrisa peligrosa al borde de la cara, su leve balanceo al caminar por la niebla de la vida. “¿Me pregunta usted por mis cuatro Oscar? Por ahí deben de andar, en el desván o en la cocina”. Seguro, lector, que, como yo, guardas en tu mente la mítica frase de Harry el Sucio al final del tiroteo: “Anda, alégrame el día”.

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